Un nuevo sacerdote, un nuevo murmullo de Dios.
Cada joven que se ordena se deja invitar, como Pedro, a caminar sobre las aguas. Dios sigue entre nosotros. Sigue en cada obispo, en cada sacerdote, en cada cristiano que vive a fondo el Evangelio. Sigue en su cariño, en la lluvia y el sol, en el pan y en el hogar, en cada niño que nace y en la fidelidad de unos esposos que se aman con locura.
Dios no se cansa de amarnos, de buscarnos, de caminar a nuestro lado. Es verdad que a veces el mal parece tan grande que nos olvidamos de su amor, que pensamos en su silencio como si fuese debilidad o impotencia. Pero Dios no calla. Responde a nuestra oración de súplica. Murmura que nos ama, para siempre, cuando un joven dice sí a Cristo, cuando un obispo consagra un nuevo sacerdote. Cada sacerdote es un mensaje de Dios, un grito que nos recuerda lo mucho que nos ama. Y esos gritos son miles, aunque no aparezcan en la prensa.
Esos jóvenes o adultos que se ofrecen, que se entregan, que se dejan tocar por el Espíritu Santo, nos recuerdan un Amor eterno, inmutable, respetuoso, de un Padre que suplica que volvamos. Con sus manos, estos nuevos sacerdotes llevarán la Eucaristía a tantos rincones del planeta. Prestarán sus labios a Cristo para repetir, con una emoción profunda, “yo te perdono tus pecados”.
Ungirán con sus dedos a los enfermos, o juntarán las manos de quienes prometen amor hasta la muerte en el matrimonio. Dios habla, grita, exhorta, anima o reprende a través de las palabras de cada sacerdote. Frente a los males del mundo, frente al misterio de la guerra, frente al drama de la injusticia o del abandono, frente al hambre, el aborto y el odio, Dios vuelve a enviar sus mensajeros.
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