Notas exegéticas - IV Domingo del Tiempo Ordinario del Ciclo A
1 Corintios 1,26-31
Mateo 5,1-12
Las Bienaventuranzas constituyen la
gran síntesis del anuncio y del mensaje de Jesús. Son al mismo tiempo gracia y
compromiso, buena noticia para los pobres y programa de vida para los humildes
y limpios de corazón. Las bienaventuranzas no son un cúmulo de normas y leyes
que se deben observar escrupulosamente. No son tampoco una lista de los deberes
del cristiano delante de Dios. Las Bienaventuranzas celebran el primado de la
gracia de Dios que elige a los pobres para realizar su designio de salvación y
de vida. Son la gran proclamación programática de Jesús que busca crear un
mundo de personas abiertas y disponibles, libres y generosas.
La primera lectura (Sof 2,3;
3,12-13) es un clásico oráculo del profeta Sofonías en el cual encontramos una
de las más luminosas descripciones del “espíritu de pobreza” en el Antiguo
Testamento. Los “pobres de la tierra”, los anawim, son las personas humildes y
abiertas a Dios, “los que cumplen sus preceptos” (Sof 2,3) y esperan en él. Es
a partir de estos pobres que nacerá una nueva humanidad, “un pueblo sencillo y
humilde que buscará refugio en el Señor” (Sof 3,12).
“Buscad al Señor, todos vosotros, pobres
de la tierra” (Sof 2,3) es el anuncio que el profeta Sofonías dirige a un
Israel inmerso en una época de letargo político, social y religioso, en el
siglo VII a.C. Son ellos, los humildes y sencillos, el resto de Israel, un
verdadero signo de esperanza para todo el pueblo y una expresión viva de la
presencia del Señor en medio de su pueblo.
La segunda lectura (1 Corintios 1,26-31)
forma parte de la argumentación utilizada por san Pablo contra la actitud de
autosuficiencia religiosa de los corintios y su desmesurada valoración del
saber y de la retórica de los predicadores, lo cual les ha llevado a dividir la
comunidad en minúsculos grupos y, lo que es peor, a olvidarse de “la sabiduría
de la cruz”. Dios no se ha manifestado a través de la grandeza de la retórica o
la imposición del poder, sino que en el límite de la angustia y del aniquilamiento
de la cruz de Jesús ha querido mostrar la potencia de su amor para salvar a los
hombres.
Esta “sabiduría” o “lógica” de la cruz
se manifiesta también en la gratuidad de la elección de los cristianos de parte
de Dios. Los mismos miembros de la comunidad de Corinto son el mejor argumento
para probar la validez de la sabiduría de la cruz como principio constitutivo
de la vida cristiana y de la comunidad eclesial. Ninguno de ellos podría
ostentar títulos, méritos personales o de clase, para justificar su elección,
pues “nadie puede presumir delante de Dios” (v. 29). Con razón Pablo concluye
diciendo: “De él os viene que estéis en Cristo Jesús” (v. 30).
En el evangelio (Mt 5,1-12) Jesús proclama los principios fundamentales
del evangelio del reino e indica quiénes se encuentran en la situación más
propicia para recibirlo. Las bienaventuranzas no son un simple elenco de
virtudes, sino que describen la actitud de fondo con la que el hombre se
dispone y acoge el Reino de Dios. Son auténtico camino y expresión de santidad
evangélica, pues encarnan y anuncian los mismos sentimientos y opciones de
Jesús. El evangelio de este domingo nos traslada al mismo inicio de la
predicación de Jesús en el evangelio de Mateo. Jesús sentado, desde un monte,
rodeado de sus discípulos y de las multitudes que le siguen, proclama los
principios fundamentales del evangelio del Reino. El suyo no es un discurso
moral, ni una simple página de catequesis doctrinal. Utilizando un género
literario conocido en la literatura sapiencial del Antiguo Testamento, el
macarismo (Sal 1,1; 32,12, Prov 3,3), inicia su ministerio proclamando el Reino
como camino de felicidad para los hombres.
El “macarismo” es una forma literaria
con la cual en la Biblia se felicita a alguien por causa de un don que ha
recibido (Mt 13,16; 16,17) o para declarar dichosa a una categoría de personas
por algún motivo particular (Mt 11,6; Lc 11,28).Con las bienaventuranzas Jesús
proclama quiénes son las personas que se encuentran en la situación más
propicia para recibir el don del Reino de Dios.
Las formulaciones de Mateo (Mt 5,1-12) y de
Lucas (Lc 6,20-26), quienes nos ofrecen dos versiones de las bienaventuranzas,
nos ayudan a remontarnos hasta el estadio profético en que Jesús en persona las
pronunció. A ese nivel el objetivo de Jesús no fue indicar las virtudes
necesarias para entrar en el Reino, sino proclamar públicamente quiénes eran
las personas favorecidas –y por tanto felices– debido a la intervención
salvadora definitiva de Dios. Jesús, en efecto, se presentó como el Mesías
enviado a los pobres, los privilegiados de la acción liberadora de Dios (Mt
11,5). Las dos versiones, la de Mateo y la de Lucas, no alcanzan su verdadero
sentido si no son puestas en relación con Jesús y el contexto original de la
proclamación del Reino.
Los pobres de espíritu son los que ponen
toda su confianza en Dios y se adhieren sin condiciones a su voluntad. Ser
“pobre de espíritu” quiere decir ser pobre desde el espíritu, desde el corazón,
desde el centro más profundo de la interioridad de la persona. Estos “pobres”
pertenecen a ese grupo de hombres y mujeres que en todo tiempo han puesto toda
su confianza en Dios en medio de las dificultades y pruebas de la vida, según
las palabras del Salmo: “Yo soy pobre y necesitado, pero tú, Señor mío, cuidas
de mí. Tú eres quien me socorre y me libra, Dios mío, no tardes!” (Sal 40,18).
Son pobres de espíritu quienes luchan constantemente contra la tentación de la
autosuficiencia y de la autoafirmación que la riqueza-idolatría producen en el
corazón humano y se adhieren plenamente el proyecto que Dios está realizando en
la humanidad y en la historia. El evangelio de Lucas, en su versión de las
bienaventuranzas, opone ricos a pobres como se opone el Reino que está por
llegar a la situación histórica presente. Él subraya situaciones concretas para
mostrar que el Reino de Dios desestabiliza la escala de valores que predomina
entre los hombres (Lc 6,20.24: “¡Dichosos los pobres porque de ustedes es el
Reino de Dios! ¡Ay de ustedes los ricos porque ya han recibido su consuelo!”).
Mateo, en cambio, en su interpretación de las bienaventuranzas muestra que la
pobreza interior es la condición necesaria para entrar en el Reino. Mateo
acentúa la dimensión exhortativa y describe las actitudes del justo (Mt 5,3:
“Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”).
La primera bienaventuranza de Mateo resume todas las demás. Es dichoso quien
vive la pobreza por decisión personal, como actitud de sencillez y abandono
delante de Dios y de desprendimiento y libertad frente a todo lo que no es
Dios.
Los mansos, (apacibles o humildes), que
traduce el término griego praeis mejor que “sufridos”, son los que rechazan el
camino de los orgullosos y de los violentos (cf. Sal 37,9-11). Son
bienaventurados también ellos, los “mansos”, o humildes, es decir, los que no
tienen otro defensor que Dios mismo para reivindicar sus derechos. Los mansos
son aquellos que han rechazado el camino de los orgullosos, de los violentos y
de los egoístas. En el A.T. a ellos Dios destina el don por excelencia, la
posesión de la Tierra prometida (Sal 37,9-11); de ellos dice también Jesús que
“poseerán la tierra”, es decir, vivirán gozando continuamente de la vida
("poseerán la tierra") como regalo de Dios.
Los que lloran son los que sufren a
causa de su fidelidad al Reino de Dios. El discípulo cristiano experimentará
grandes obstáculos para realizar el plan divino de salvación: la injusticia, la
persecución, la dureza de los hombres. En medio de las luchas de la historia el
discípulo de Jesús descubre el valor de la aflicción y del dolor por la causa
del Reino. Los que lloran por este motivos son felices, porque ellos serán
consolados” (v. 4). El dolor y el llanto por fidelidad a Dios no es estéril.
Los que tienen hambre y sed de la justicia
anhelan como un deseo intenso y una necesidad sentida la justicia, que para
Mateo es la experiencia religiosa auténtica, basada en la voluntad de Dios
buscada y vivida en el plano personal y social. En sentido bíblico la lucha por
la justicia no se agota con la lucha por un orden social más humano, sino que
abarca también la construcción de un mundo nuevo en el que la humanidad alcance
la plenitud que sólo Dios pueda dar. En el lenguaje bíblico, “justicia” es
sinónimo de salvación integral del hombre. Esta justicia, por la cual lucha y
sufre el creyente y que es fuente de gozo infinito, no es sólo don de Dios sino
también conquista y compromiso cotidiano. El discípulo de Jesús vive con hambre
y sed de esa justicia (v. 6), es decir, la desea como el agua y el alimento que
satisfacen de las necesidades más elementales de la vida humana.
Los misericordiosos reflejan con su vida
uno de los mayores atributos de Dios, que es “rico en misericordia” (cf. Ex
34,6), por eso ellos serán objeto de la misericordia divina. La misericordia es
la caridad recíproca y activa, que se vuelve perdón y acogida sin límites del
otro.
Los puros de corazón, buscan a Dios con
rectitud de conciencia, realizando íntegramente su voluntad a partir de
intenciones profundas arraigadas en el corazón (cf. Sal 24,4). El “corazón” es
la conciencia, la sede de los pensamientos y proyectos, de la voluntad y de los
afectos. El corazón es el punto de partida de las decisiones y de las acciones.
La pureza es la transformación del “corazón de piedra”, insensible y obtuso, en
un “corazón de carne”, vivo y palpitante (Jer 31,31-34). La pureza de la que
habla Jesús ciertamente no es exterior o limitada al ámbito sexual. Son puros
de corazón los que buscan a Dios con rectitud de conciencia y en modo sincero,
los que lo buscan "con el corazón" y no sólo por aparentar o
ritualmente (Sal 24). Los puros de corazón son también los que se relacionan
con los demás en modo limpio, leal y sincero. Éstos verán a Dios, es decir,
experimentarán su presencia en los demás y en los acontecimientos, vivirán en
comunión de intimidad con él y sabrán discernir y aceptar sus caminos en la
vida ordinaria de cada día.
Los que trabajan por la paz se
comprometen activamente con un aspecto esencial de la obra del Mesías, que es
una obra de paz, que en sentido bíblico indica el bienestar humano en todas sus
formas y la armonía y reconciliación entre los hombres y de los hombres con
Dios.
Los que sufren persecución “por mi
causa” (v. 10), son los que a causa de su compromiso y coherencia con el
Evangelio, anunciando el mensaje de Jesús y denunciando lo que se opone a él,
comparten con el mismo Señor el camino de la cruz que lleva a la gloria de la
resurrección, como consecuencia y precio de su obediencia a Dios y su fidelidad
al amor y a la verdad.
Mons. Silvio José Báez Ortega
Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis
De Managua, República de Nicaragua
FUENTE: http://www.debarim.it/
PUBLICADO POR: Secretariado de Pastoral
Vocacional - Diócesis de Margarita.
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