Homilia Padre Jesús Hermosilla XIV Domingo Ciclo A
DOMINGO XIV DEL Tiempo Ordinario – ciclo A
JESÚS MANSO Y HUMILDE, EL MEJOR PSICOTERAPEUTA
Hay dos tendencias o actitudes contrapuestas que todavía se dan actualmente en grupos de personas respecto a la búsqueda de la paz interior y el bienestar espiritual (o como queramos llamarlo). Una es la de quienes, tal vez incluso sin haber perdido totalmente la fe en Cristo, se han apartado de la oración, del sacramento de la penitencia, de la dirección espiritual, y creen poder encontrar la paz interior únicamente en técnicas de concentración y relajación, cursos de yoga, sesiones de psicoterapia… La otra es la de quienes ven con malos ojos, incluso como cosas diabólicas, esos recursos humanos y confían exclusivamente en recursos espirituales: las llamadas “misas de sanación”, la oración de sanación y liberación, esperando directamente de Jesucristo la salud, tanto física como psicológica.
¿Qué podemos decirles? A los primeros, que, como la raíz del desorden interior está en el pecado, por muchas técnicas que utilicen, mientras no acudan a Jesucristo, que es el único que puede perdonarles los pecados, no van a poder alcanzar la paz interior y la felicidad profunda. A los segundos, que Jesucristo no nos ha garantizado sanarnos de todas las enfermedades ni de cualquier trastorno o desorden psicológico; hay enfermedades o deficiencias psicológicas que requieren terapias profesionales y hay técnicas humanas buenas que pueden ayudar a relajarse y mantener la tranquilidad interior. Dicho esto, pasemos a comentar la palabra de Dios de este domingo, en la que Jesús nos invita a acudir a él para hallar alivio y descanso.
Alégrate, hija de Sión, da gritos de júbilo. Mira a tu rey que viene
El profeta Zacarías exhorta a los habitantes de Jerusalén a alegrarse porque viene su rey. Es un rey justo y victorioso que hace desaparecer los carros y armas de guerra y trae la paz a las naciones. Se trata de un rey humilde que llega montado en un burrito. Fácilmente reconocemos en este personaje una profecía de Jesús, nuestro rey, que entra en Jerusalén el domingo de ramos. Hagamos, pues, nuestro este llamado a la alegría.
También hoy, cada día, podemos alegrarnos al ver al Señor que viene, que se nos acerca, para darnos paz, para destruir de nuestro corazón todo aquello que nos hace la guerra y todo aquello con que queremos hacer la guerra a los demás. Nuestro interior parece a veces un polvorín o un almacén de armas: tantos sentimientos de rechazo, estrategias de pequeñas venganzas, resentimientos, antipatías, envidias… que nos mantienen en tensión, inquietud y nerviosismo.
En ese caos interior sólo el Espíritu de Jesús pude poner orden. San Pablo nos advierte que, una vez que hemos recibido al Espíritu Santo, “no estamos sujetos al desorden egoísta del hombre, para hacer de ese desorden nuestra regla de conducta. Por el contrario, si ustedes con la ayuda del Espíritu destruyen sus malas acciones, entonces vivirán”.
Vengan a mí todos los que están fatigados y agobiados por la carga y yo los aliviaré
¿Cuál puede ser esa carga que nos fatiga y agobia? Ciertamente nuestros pecados, nuestro desorden interior producido por el pecado. Pueden ser también las cargas de los problemas familiares, el trabajo, la falta de salud, la soledad, las incomprensiones… en fin, lo que llamamos “la cruz de cada día”. Cualquiera que sea esa carga, Jesús nos invita a acudir a él, y nos promete que nos va a aliviar. No dice que nos la va a quitar, pero sí que nos va a aliviar.
¿Y cómo acudir a Jesús? Ya lo sabemos: buscarle en un rato de oración, estar con él delante del sagrario, encontrarse con él en el sacramento de la reconciliación para ser liberado de la carga del pecado, entrar en comunión con él en la Eucaristía. Abrirle el corazón y poner delante de él nuestras cargas. Ahí nos da alivio, paz, ánimo, fortaleza. También a través de la oración de los hermanos, incluso de la ayuda de profesionales serios y de otros recursos humanos.
Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón
Da la impresión de que Jesús se contradice: por una parte, nos dice que nos alivia de la carga y, por otra, nos invita a tomar su yugo. No hay contradicción: nuestra carga, sobre todo la que nosotros mismos nos hemos echado encima caminando fuera de los caminos del Señor, esa la quiere aliviar; su yugo y su carga, aquellos a través de los cuales él nos quiere hacer participar de su cruz y que nos sirvan de medio de salvación, son “un yugo suave y una carga ligera”. Sin cruz no podemos estar, ya lo sabemos. Cuando nos quitamos de encima el yugo y la carga de Jesús, es decir, su cruz, entonces nos caen yugos y cruces mucho más pesados e inútiles.
Por otra parte, Jesús sabe que la paz interior, el descanso, el alivio espiritual y psicológico depende sobre todo del ser, de cómo es la persona, de sus actitudes permanentes. Si yo soy un avaricioso, por ejemplo, el deseo desordenado de bienes materiales no me deja vivir, me mantiene en tensión. Si soy un soberbio, cualquier contradicción, cualquier cosa que no sale como yo quiero, me saca de mis casillas. Si tiendo a la ira, a la menor molestia, todo se me revuelve por dentro. Por eso Jesús nos invita a ser como él: “aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón y encontrarán descanso”.
La mansedumbre es suavidad, paciencia y serenidad ante el mal. Es un aspecto de la caridad, aquel que dice san Pablo que “la caridad no se irrita”. Lo contrario a la mansedumbre es la ira desordenada, el enojo habitual, a flor de piel, eso que la gente dice: “ese vive amargado”. Pero la mansedumbre no es cobardía ni indiferencia ni un carácter apático al que todo le da igual. Jesús manifiesta su mansedumbre mostrándose habitualmente cariñoso y cercano con los pecadores y cuando tiene que enojarse lo hace con el debido equilibrio y siempre con amor.
La humildad es la conciencia habitual de que, por nosotros mismos, no somos nada: todo lo recibimos de Dios. El humilde no se atribuye a sí mismo sus éxitos ni cualidades. Sabe que sin la ayuda de Dios puede caer en cualquier pecado. Por eso, el humilde no juzga a nadie. No se cree con “derechos o méritos”, no se queja si le dan el último lugar según los criterios humanos. Jesús no sólo fue humilde, sabiendo que todo lo estaba recibiendo de su Padre Dios, sino que incluso se humilló, se rebajó, hasta la muerte ignominiosa de cruz.
La mansedumbre y la humildad son fuente de paz, de alivio y descanso interior. Gracias a la mansedumbre, la persona no se turba por la maldad ajena y, por eso, conserva la paz. Gracias a la humildad, al no creerse con derechos, tampoco pierde la paz ante supuestas humillaciones o males que tenga que soportar.
Gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y las has revelado a los sencillos
Jesús da gracias al Padre porque eran las gentes sencillas quienes comprendían o, al menos, acogían mejor su palabra. Por el contrario, a los sabios según el mundo les cuesta aceptar todo aquello que no pase por el filtro de su razón o de sus esquemas mentales. Vivimos en un mundo donde la gente se cree muy sabia, tan “sabia” que prefieren quedarse con su gran “sabiduría” y rechazar a Quien es la fuente de toda sabiduría. Consecuentemente, prefieren los recursos de la sabiduría de este mundo y rechazan la “necedad” de los recursos que Jesús nos ha dado: acudir a él en la oración, buscar la paz en el sacramento de la Penitencia, recibir vida eterna en la Eucaristía, permanecer descansados siendo mansos y humildes de corazón…
Sin despreciar todos los buenos recursos y terapias humanos, acudamos a Jesús, manso y humilde de corazón, descarguemos en él nuestros pesos, tomemos su yugo y encontraremos paz y alivio.
Pbro. Jesús Hermosilla
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