LO ÚLTIMO

Homilia del Padre Jesús Hermosilla


DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO C
DOS MODOS DE ORAR, DE SER Y DE VIVIR ANTE DIOS, JUSTO JUEZ
Dios es justo juez
“El Señor es un juez que no se deja impresionar por apariencias. No menosprecia a nadie por ser pobre y escucha las súplicas del oprimido”. Así empieza la primera lectura de este domingo. Y termina: “el justo juez le hace justicia”. Recordemos al juez de la parábola evangélica del domingo pasado: era un hombre corrupto que ni temía a Dios ni le importaban los demás. Dios no es así. Tal vez no nos gusta la palabra juez aplicada a Dios, pues nos sugiere castigo. Veámoslo desde el otro punto de vista: Dios sabe hacer justicia y recompensa. Pablo, después de confesar que ha luchado bien el combate, que ha corrido hasta la meta y ha perseverado en la fe, dice que espera la corona merecida, con la que “el Señor, justo juez, me premiará”. Dios, porque es juez justo, premia.
Esta insobornabilidad o integridad suya, Dios la muestra también presentándose como alguien accesible, cercano, que escucha el grito del huérfano y la viuda, que oye la plegaria del humilde y de quien persevera y no desiste en su oración. “El Altísimo lo atiende y el justo juez le hace justicia”. También de esto Pablo es testigo; afirma que, cuando se hallaba prisionero, “el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas… y fui librado… El Señor me seguirá librando de todos los peligros y me llevará a salvo a su Reino celestial”.
¿Y nosotros? ¿cómo son nuestros juicios? ¿tampoco nos dejamos impresionar por las apariencias? ¿no menospreciamos a nadie? ¿escuchamos las súplicas del oprimido? ¿tenemos tiempo para oír al angustiado? ¿sabemos premiar al justo? ¿cómo andamos de integridad e insobornabilidad? ¿somos accesibles, cercanos, disponibles? ¿o exigimos llenar varias planillas antes de dar un poco de nuestro tiempo, hacer un favor, o escuchar a quien nos resulta un poco pesado?
Dos modos de orar, dos modos de ser y vivir la fe
Dios hace justicia, justifica, al humilde… porque el altanero parece no necesitarla. En el evangelio de hoy escuchamos una parábola que habla de dos hombres que fueron a orar, uno salió justificado, Dios le hizo justicia, y el otro no. Estos dos personajes, uno fariseo y otro publicano, nos hablan de dos modos de presentarse ante Dios: con arrogancia o con humildad, pero –algo más importante- expresan también dos modos de ser y vivir la fe.
Veamos qué tipos de persona representan estos dos personajes. Uno era fariseo. Los fariseos eran un grupo religioso especialmente apegado a la ley; su religiosidad era de cumplimiento exterior, sin mucha atención a las disposiciones interiores, y autosuficiente; se tenían por justos por méritos propios y, desde esa autosuficiencia, despreciaban y criticaban a los demás. El de la parábola expresa esta manera de ser orando con la cabeza bien alta, en el primer banco, dándole gracias a Dios por no ser como los demás y recordándole a Dios –por si no lo sabía- que ayunaba dos veces por semana y pagaba todos los diezmos. Era un hombre religioso verdaderamente pero arrogante. Salió de la oración peor, más arrogante y altanero, afianzado en su religiosidad legalista y autosuficiente. Hay una religiosidad, expresada en prácticas cristianas, perfectamente pagana, autosuficiente y altanera. Un ejemplo claro son las confesiones de esas personas que dicen: “mire, padre, vengo a confesarme porque ya se me ha pasado el tiempo, pues yo tengo la costumbre de la confesión mensual; yo asisto todos los domingos a misa, incluso algún día entre semana cuando no tengo otra cosa que hacer, no robo ni mato, no hago mal a nadie… a veces mis nietos me hacen coger alguna rabiecita... es que son tremendos, sabe… y malcriados como usted no se puede hacer idea… No tengo más que decirle… en qué voy a pecar yo si vivo solita en casa…” (como si no hubiera pecados de pensamiento, de deseo… y hoy en cualquier casa hay tv, tf, etc. para pecar y repecar). Esto es como ir a ver al médico y pasarse el tiempo de la consulta hablando de fútbol, de política o de la buena salud que se tiene… de todo menos de la enfermedad… (“¿a qué viene usted, señora, a la consulta? ¿a hacerme perder el tiempo…?”).
El otro era un publicano. Los publicanos cobraban los impuestos para los romanos (los dominadores), tenían fama de ladrones y eran considerados pecadores públicos. El publicano de la parábola era ciertamente menos religioso y menos cumplidor que el fariseo, pero su oración está hecha con humildad. Se reconoce pecador y le pide piedad a Dios; ora desde el último puesto, con la cabeza baja, mirándose a sí mismo y no fijándose en los demás. Este salió de la oración justificado, es decir, Dios le hizo justicia, le perdonó. Una señal de crecimiento espiritual es cuando uno deja de mirar a los lados, se olvida de qué hacen y cómo son los demás y, concentrado en conocerse a sí mismo, tiene bastante con dolerse de sus propios y muchos pecados.
La oración del humilde atraviesa las nubes. Y el hombre humilde será ensalzado… en el cielo
La actitud del publicano nos sirve para orar bien, por supuesto. Incluso podemos orar con sus mismas palabras: “Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador”. Toda oración ha de brotar de la humildad de reconocerse criatura –no dios-, débil y necesitado de ayuda –no autosuficiente ni omnipotente-, pecador –no justo-, de la humildad de ver mis propios pecados antes que los del prójimo. Pero la humildad es mucho más que una actitud para orar bien, es expresión de un modo concreto de ser religioso y vivir la vida cristiana. Jesús dice, como conclusión o moraleja de la parábola: “porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”. De unas célebres monjas francesas (del siglo XVII) se decía que eran “puras como ángeles y soberbias como demonios”. La verdad es que cuando hay mucha soberbia no suele haber mucha pureza… San Agustín dice, en su famosa obra La ciudad de Dios, que “suele castigar Dios la secreta soberbia con manifiesta lujuria”. Pero las prácticas religiosas cristianas (rezar, ir a misa, confesarse…) y otras actividades parroquiales (pertenecer a un grupo, asistir a charlas, a un encuentro…), realizadas sin o con poca humildad, van forjando una personalidad religiosa farisaica, hipócrita, criticona, altanera…
No es raro encontrarse en las parroquias personas que, al menos exteriormente –no podemos juzgarlas internamente por supuesto-, dan esa impresión y uno piensa “con tantos años que tiene esta persona en el grupo, en el movimiento, viniendo a la iglesia… ¿cómo puede ser tan orgullosa, tan poco caritativa, tan terca… tan mediocre?... Tal vez lo haya aprendido de sus párrocos…” La manera de ser de estas personas ahuyenta a algunos de los que están (en la parroquia, grupo…) y repele a los que podrían llegar. Por el contrario, hay personas que incluso hasta realizan las mismas prácticas religiosas y, sin embargo, aun dentro de sus limitaciones, transmiten paz, alegría, esperanza, su vida atrae, su palabra llega… Son humildes, se saben pecadores amados por Dios. Viven la liturgia eucarística como una tremenda gracia que reciben de Dios y no como un acto piadoso que le ofrecen a Dios, oran en el grupo con la conciencia de que el Señor es tan bueno que les permite hablar con él y no como una actividad en la que pueden siempre hacer algo que se note, se acercan al sacramento de la Penitencia no a decirle a Dios –y al padre- lo buenos que son sino a humillarse. Estas personas son apóstoles sólo con su presencia, quienes las tratan sienten deseo de acercarse más a Dios. Este es el camino.
Pbro. Jesús Antonio Hermosilla García
                                                                                                                                                               Barquisimeto 24-10-10

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