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Homilía del Padre Jesús Hermosilla

Domingo XXXII del Tiempo Ordinario
Ciclo C

El Rey del universo nos resucitará a una vida eterna

Estos últimos domingos del año litúrgico, junto con la solemnidad que hemos celebrado de Todos los Santos y la conmemoración de los Fieles Difuntos, nos ponen en perspectiva “escatológica”, del más allá, del futuro. Nos invitan a contemplar las realidades definitivas. Son realidades que interesan a todo el mundo, aunque la mayoría de la gente, influenciada por el sensacionalismo de los medios de comunicación, se llena de interrogantes más o menos marginales. Ahora lo que está de actualidad es si en el 2012 llegará el fin del mundo. Los creyentes en Jesucristo sabemos que habrá un final de esta etapa de la humanidad y dará comienzo la etapa definitiva. No sabemos cuándo será ese final (en el comentario del próximo domingo trataremos este tema). Lo que sí sabemos es que, cuando llegue ese momento, tendrá lugar la resurrección de los muertos. Mientras tanto, hagamos nuestra la exhortación de san Pablo a los cristianos de Tesalónica: “esperen pacientemente la venida de Cristo”.
¿Reencarnación o resurrección?
Parece que cada vez hay más gente prefiere o le resulta más atractivo o más moderno, no sé, creer en la reencarnación, antes que en la resurrección. O tal vez sea por rechazo al cristianismo. Allá cada quien con sus creencias. Desde luego, no se encuentran apenas argumentos para apoyar esta teoría. Hace falta más fe ciega para creer en la reencarnación que en la resurrección. En el fondo de ella late el deseo de plenitud, de perfección y de pervivencia que tiene todo ser humano, pero mal orientado. Quienes creemos en Jesucristo esperamos la resurrección. El fue el primero en resucitar y, a semejanza suya, cuando él vuelva, resucitaremos.
Dios tardó en revelar a su pueblo la suerte de los muertos. En las épocas más antiguas, los judíos creían que los difuntos iban a un lugar debajo de la tierra que llamaban “sheol”, allá pervivía la persona como una especie de sombra; justos y pecadores estaban en el mismo lugar, aunque no revueltos: los malvados iban al fondo, los justos más cerca de la salida. Con el paso del tiempo, algunos salmos dejan ver la esperanza del justo de que Dios lo va a sacar de allá y lo va a llevar consigo, como expresa el salmo que escuchamos hoy:  “por serte fiel, contemplaré tus rostro y, al despertarme, espero saciarme de tu vista”. En los últimos libros del Antiguo Testamento encontramos ya, no sólo la fe en la inmortalidad, sino en la resurrección.
“Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se tiene la firme esperanza de que Dios nos resucitará”
La primera lectura de hoy nos presenta el testimonio, verdaderamente admirable, de siete hermanos que prefirieron morir antes que desobedecer la ley divina. Lo que les daba fortaleza para mantener esta actitud era precisamente la fe en la resurrección. El segundo de los hermanos le dice al rey: “tú nos arrancas la vida presente, pero el rey del universo nos resucitará a una vida eterna, puesto que morimos por fidelidad a sus leyes”. El tercero confiesa que, si por la muerte va a perder los miembros de su cuerpo, espera recuperarlos: “de Dios recibí estos miembros y por amor a su ley los desprecio, y de él espero recobrarlos”.
La fe en la resurrección relativiza todo lo referente a la vida corporal. Relativizar quiere decir que no se considera lo más importante, que se pone en un segundo plano. Hoy se absolutiza el cuerpo, se le pone como centro de la vida. Para mucha gente todas sus preocupaciones giran en torno a su cuerpo o dimensión corpórea, de diversos modos; uno es el cuidado excesivo –a veces obsesivo- por la salud corporal, se hace todo lo posible por alargar la vida unos meses o unos años más; otro es la preocupación por el físico, la belleza corporal: moda en el vestir, alimentación, cirugía estética, maquillaje… todo en función de tener o aparentar un cuerpo bello; otro más: la búsqueda del placer corporal, darles a los sentidos (vista, oído, gusto, tacto, olfato) todo lo que pidan; el hedonismo (el placer por el placer a toda costa) es la filosofía de vida de millones y millones de personas; y en este misma dirección, el placer sexual: se presenta como sinónimo de felicidad, hay que gozarlo al máximo, cuanto antes, sin ninguna traba moral ni tabú social. Detrás de este culto al cuerpo y a los placeres sensitivos está la idea de que el ser humano es cuerpo y nada más y de que con la muerte todo se acaba, por tanto hay que aprovechar al máximo. Pero ¿es que la persona sólo es cuerpo? Quien vive como si fuera solo cuerpo vive de modo infrahumano, incluso por debajo de los animales que se rigen por el instinto.
Jesucristo es el primogénito de entre los muertos
La persona humana, según el cristianismo, es corporal y espiritual, espíritu encarnado. Lo más noble del ser humano es su interioridad, su alma espiritual que, divinizada por la gracia de Dios, es inmortal. El bien integral de la persona es su perfeccionamiento espiritual, en el bien ser y bien obrar, en el amor. La felicidad propia del ser humano es espiritual. No se puede identificar placer corporal y felicidad humana. Por eso Jesús dirá “no tengan miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma”. Los creyentes buscamos la perfección y plenitud en Cristo, sabiendo que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo; el cuerpo de cualquier persona, el propio cuerpo, merece un respeto, no es para “endiosarlo”, rindiéndole culto, ni para “gozarlo, usarlo y tirarlo”.
El cuerpo inexorablemente ha de pasar por su deterioro y por la muerte. Sin embargo, los creyentes sabemos que Dios tiene poder para resucitarnos. Sabemos que lo hará. Cuando Cristo vuelva. Jesús mismo en el evangelio de hoy se enfrenta a los saduceos, que negaban la resurrección, y les dice que “los muertos resucitarán”. Ahora bien, en el evangelio de Juan, afirma que no todos resucitarán de la misma manera: unos para resurrección de vida, otros para resurrección de condena. Quien vive aquí para el cuerpo perderá la felicidad del cuerpo y del alma. La resurrección para la vida eterna será a imagen de Cristo. El es “el primogénito de entre los muertos”, el primero que ha resucitado. Y decir resurrección de los cuerpos es decir plenitud personal, felicidad completa, sin comparación con cualquier placer de este mundo, belleza total. Toda la persona quedará saciada por el amor y la comunión con Dios y con los demás. Con los hermanos mártires del libro de los macabeos, podemos decir: “vale la pena perder la salud, la belleza, renunciar a gustos y placeres, por fidelidad a Cristo, cuando se tiene la firme esperanza de que Él nos resucitará y nos dará una felicidad incomparable y eterna”.
Padre Jesús Hermosilla

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