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IV Domingo del Tiempo Ordinario ciclo A

EL PUEBLO DE DIOS, UN PUÑADO DE GENTE POBRE Y HUMILDE, PERO FELIZ
El título también podría ser: “El pueblo de Dios, un puñado de gente feliz, por ser pobre y humilde” o, incluso mejor, “El pueblo de Dios, un puñado de gente pobre y humilde por ser feliz”. No voy a explicarte los matices, me llevaría la reflexión completa y, además, eres lo suficiente inteligente como para verlos por ti misma (no es que adopte la moda, tan terriblemente dañina, de la “ideología de género”, simplemente sé que la mayoría de mis lectores son mujeres).
Poco antes de empezar a preparar esta reflexión, estuve leyendo las noticias, en un periódico digital, y caí en la tentación de curiosear una entrevista a la Presidenta de un llamado Instituto de la Felicidad de una célebre marca de refrescos. Le preguntaban por la felicidad y, entre otras cosas, afirmaba que “los monjes son más felices que muchos famosos”. Y eso que los parámetros para evaluar la felicidad que presenta son muy “de tejas abajo” (familia, amistad, compañía…). Hará ya algo más de un año, me llegó un pps que se titulaba “el hombre más feliz del mundo”; decía el texto –tomado de un periódico- que los investigadores del Laboratorio de neurociencia Afectiva de la universidad de Wiscosin habían realizado un estudio, entre cientos de voluntarios, llegando a la conclusión de que “el hombre más feliz del planeta es un individuo que vive en una celda de dos por dos, no es dueño ni ejecutivo de ninguna de las compañías del Fortune 500, no tiene relaciones sexuales desde hace más de 30 años, no vive pendiente del celular ni tiene Blackberry, no va al gym ni maneja un BMW, no viste ropa de Armani ni Hugo Boss, desconoce tanto el Prozac como el Viagra o el éxtasis, y ni siquiera toma Coca-Cola. En suma: el hombre más feliz del planeta es un hombre que no tiene dinero, éxito profesional, vida sexual, ni popularidad”.
Hoy Jesús, en un texto evangélico que ya escuchamos el día de Todos los Santos, nos recuerda quiénes son felices en su reino o, de otro modo, qué actitudes se necesitan para ser feliz. De las palabras de Jesús podemos incluso sacar la conclusión de que los ciudadanos de su reino, los que de verdad son sus discípulos, son felices. Y eso que Jesús no ha prometido la felicidad total en esta vida. Pero vamos a iniciar esta reflexión desde la lectura del Antiguo Testamento.
Yo dejaré en medio de ti un puñado de gente pobre y humilde
Son palabras del profeta Sofonías. Dios anuncia que va a purificar a Israel. El pueblo fiel va a quedar reducido a un “resto”. Para ser parte de este puñado de gente, el profeta invita a sus conciudadanos a buscar al Señor, a buscar la justicia y la humildad, a no cometer maldades ni decir mentiras, en fin, a cumplir los mandamientos de Dios. Este resto de Israel confiará en el nombre del Señor.
La profecía encuentra su cumplimiento pleno en los seguidores de Jesús. Si bien este grupito no coincidía con ninguna clase social concreta, pues estaba abierto a todos, la realidad era que la mayoría pertenecían a las llamadas “clases bajas”. San Pablo, en la segunda lectura que escuchamos hoy, les recuerda a los cristianos de Corinto que, entre ellos, “no hay muchos sabios, ni muchos poderosos, ni muchos nobles según los criterios humanos. Dios ha elegido a los ignorantes de este mundo, para humillar a los sabios, a los débiles del mundo para avergonzar a los fuertes, a los insignificantes y despreciados del mundo, es decir, a los que no valen nada, para reducir a la nada a los que valen”. Pero ¿puede ser feliz toda esta gente? Nunca nos vamos a convencer si se puede ser feliz en tales condiciones mientras no hagamos la experiencia. A lo largo de los veinte siglos de cristianismo encontramos miles de testigos, millones de personas que encontraron el sentido de la vida y la felicidad en Jesús, en su evangelio, en su Iglesia. Miles de personas que, habiendo conocido a Jesucristo, dejaron una posición social, profesional y económica, que muchos envidiaban, para seguirle y encontraron la felicidad en Él (vuelvo a repetir, dentro de lo que se puede ser feliz en este mundo, pues la felicidad plena y definitiva se alcanza sólo después de la muerte).
Sin embargo, hay que reconocer que la mayoría de la gente sigue pensando que la felicidad está en tener salud, sabiduría, prestigio, dinero y bienes materiales, éxitos profesionales y poder, mujeres u hombres atractivos con quienes poder disfrutar de afecto y placer¡Como si Jesús no pudiera darnos más satisfacción de la que proporcionan todas esas cosas! San Pablo afirma que Cristo Jesús, en quien estamos injertados, es “nuestra sabiduría, nuestra justifica, nuestra justificación y nuestra redención”. Y nuestra felicidad. Pero pocos creen de verdad esta palabra. Por eso el pueblo de Dios es un puñado de gente. Bautizados somos muchos millones, pueblo de Dios pobre y humilde pocos.
Se acercaron sus discípulos y Jesús comenzó a enseñarles: “¡Felices… Felices…!”
Jesús sube a la montaña y va a dirigir el que podríamos llamar su discurso programático, el llamado “sermón de la montaña”, que San Mateo nos narra a lo largo de tres capítulos. El reino de Dios, que Jesús dice estar ya cerca, porque él lo hace presente, y cuya recepción requiere conversión (domingo pasado), tiene unas líneas fundamentales, una “constitución”, en la que se enumeran dones y compromisos, gracias y tareas. El don fundamental es que Dios es nuestro Padre y nos da su Reino.
Pues bien, este largo discurso comienza con las llamadas “bienaventuranzas”, que es el pasaje que hoy escuchamos. En ellas Jesús nos anuncia la felicidad, al mismo tiempo que dibuja los rasgos característicos de los miembros de su pueblo, las condiciones de los ciudadanos de su Reino. Dice Jesús: los pobres de espíritu, los que lloran, los sufridos, los misericordiosos, los que tienen hambre y sed de ser justos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia… son felices. ¿Felices por ser pobres, por llorar? No, felices porque a ellos Jesús se les da. Felices porque a ellos Jesús les da su reino. Felices porque ellos son ciudadanos del Reino de Dios. Las condiciones para ser ciudadano de pleno derecho del Reino de Dios y gozar de todas sus oportunidades son ser pobre, sufrido, misericordioso, limpio de corazón…
¿Por qué al escuchar estas palabras de Jesús pensamos, casi exclusivamente: “hay que ser pobre, hay que ser sufrido, hay que ser misericordioso, hay que aceptar las persecuciones…”? ¿No sería mejor fijarnos en la primera palabra, “felices, felices, felices…”, y en las promesas: “de ellos es el Reino, serán consolados, heredarán la tierra, serán saciados, obtendrán misericordia, verán a Dios, se les llamará hijos de Dios, su premio será grande en los cielos”. Si te contratan para un trabajo difícil, duro, pero muy bien remunerado, no te fijas tanto en la dificultad sino en todo lo que vas a poder hacer con el salario que recibas.
Por otra parte, como he apuntado al principio, con ese otro posible título: “El pueblo de Dios, un puñado de gente pobre y humilde por ser feliz”, la felicidad de que aquí se trata viene de conocer a Jesús, de recibir su perdón, su gracia, su salvación. Cuando la fe y la unión con Jesús es intensa y, por tanto, la felicidad espiritual, el creyente se siente atraído a ser más pobre, a ser más sufrido, a ser más misericordioso, se le acrecienta el hambre y sed de justicia, desea más limpieza de corazón… Ya no es feliz por ser pobre de espíritu sino que es pobre por ser feliz. La calidad de la felicidad del Reino, de Jesús, es tan incomparablemente mejor que, cuando uno busca un poco de felicidad en cosas humanas no integradas en Él, el resultado es decepcionante.
Acojamos, pues, este domingo la buena noticia de la felicidad más auténtica y mejor. Es un camino de felicidad paradójico, porque casualmente es contrario a como “el mundo” lo cree y lo busca. Hay que probarlo en serio, en profundidad. Entonces ya no necesitas más razones. Podrás sentir la tentación de beber en otro pozo, pero ya sabes que no es el camino.

Padre Jesús Hermosilla

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