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Domingo V del Tiempo Ordinario Ciclo A

Hay un dicho muy conocido según el cual “vale más prender un fósforo que maldecir la oscuridad”. Hay quienes parecen tener por oficio denunciar y criticar, señalar y juzgar todo lo que, a su juicio, está mal, pero ¿qué hacen de positivo para que esté un poco menos mal o un poco mejor? Está bien que el médico diagnostique el tumor, pero si no hace nada por extirparlo el enfermo se va a morir igual. Cuanto más se hurga en la herida más tarda en cicatrizar, cuanto más se remueve el excremento (por decirlo suavemente) peor huele (hiede).
Hoy la Palabra de Dios, que denuncia y anuncia, que hiere y cura, nos invita a poner un poco de luz y de sal en este mundo con el testimonio de nuestra vida en Cristo. Es lo mejor que podemos hacer para que haya menos oscuridad y corrupción.
Yo Soy la luz del mundo, el que me sigue tendrá la luz de la vida
La Luz (con mayúsculas) es Jesús, resplandor de la Luz eterna. El es el Sol que nace de lo alto. El brilla con luz propia. El es Luz de Luz. El es la Luz y fuente de toda luz. Una vez hecho hombre, sigue siendo la luz del mundo. Es luz por su propia personalidad (Dios y hombre, en quien no hay nada de oscuridad ni pecado), es luz por sus obras, por toda su vida terrena, y por sus palabras. Su persona y su mensaje son luz para el mundo, son la luz del mundo, porque le descubren plenamente el sentido de la realidad y de la vida. El ser humano, mediante la razón, puede conocer la realidad y su sentido, aunque de un modo imperfecto o reducido porque la razón misma está afectada por la oscuridad del pecado. Con la revelación cristiana todo se ilumina, se abre ante nuestros ojos un horizonte de amor y eternidad. Cristo Luz, además, da vida eterna.
Sólo Jesucristo es La Luz del mundo. No podemos olvidarlo. Nosotros tenemos la luz recibida. No somos Sol sino luna que recibe la luz de aquél. “El que me sigue tendrá la luz de la vida”. El que sigue a Jesús es también luz. El mismo nos lo dice en el evangelio de hoy: “ustedes son la luz del mundo”. Estas palabras hay que entenderlas como indicativo e imperativo, es decir, lo que somos y lo que hemos de ser: ustedes ya son luz, por tanto, sean luz, alumbren.
Brille la luz de ustedes ante los hombres
Una vela –dice Jesús- no se esconde debajo de un recipiente, porque ha sido encendida para alumbrar y porque, si se mete bajo el recipiente, se apaga. Pero una luz débil no se puede exponer imprudentemente porque el viento la puede apagar. ¿Qué quiero decir? Hay que poner de manifiesto la propia fe, la propia vida, pero de acuerdo a la intensidad de la luz.
¿Cómo ser luz? ¿Cómo brillar como una luz en las tinieblas? La respuesta nos la da tanto Jesús como el profeta Isaías e incluso Pablo: con las buenas obras. Entendamos “buenas obras” en un sentido muy amplio: si ayudo a un necesitado, soy luz, si voy a la Eucaristía el domingo, también soy luz. El profeta nos recuerda algunas de estas obras que harán que surja nuestra luz como la aurora: compartir el pan con el hambriento, abrir la propia casa al pobre sin techo, vestir al desnudo y no dar la espalda al hermano. También renunciar a la opresión, desterrar el gesto amenazador y las palabras ofensivas. El salmo agrega ser clemente y compasivo, prestar al prójimo y ser honrado en los negocios, obrando siempre con justicia.
Isaías añade que, cuando obremos así, cicatrizarán de prisa las propias heridas, clamaremos al Señor y Él nos responderá. El primer beneficiado es uno mismo: las obras de misericordia son sanadoras para quien las practica y abren su corazón a una oración más eficaz. El fuego vivo crece dejando que lo avive el viento. La fe se fortalece dándola.
En el mundo también hay “estrellas” y “lumbreras”, gente que brilla con una luz humana por sus cualidades artísticas, deportivas, literarias, científicas, intelectuales… La Palabra de Dios no se refiere a ese modo de alumbrar. Todo eso no necesariamente ha de ser malo, por supuesto, pero no es el modo “cristiano” de brillar. Por eso san Pablo les dice a los corintios que no les predicó con lenguaje elocuente o sabiduría humana, sino que les habló de un crucificado. Tampoco lo hizo con poder humano sino por medio del Espíritu y del poder de Dios.
Cuando un evangelizador brilla por sus propias cualidades humanas, la gente le alaba y le sigue por un tiempo, pero si todo o casi todo se queda en expresiones humanas no se convierte y, a la larga, se va. Siguen al hombre que ven, pero no al Maestro que no ven y que es el único que salva. Por eso Jesús advierte que el objetivo de que vean las buenas obras de sus discípulos es que las gentes “den gloria a su Padre que está en los cielos”. Frecuentemente, después de una Misa, de un retiro, de una predicación,  oímos a la gente alabar al sacerdote que la presidió o al predicador del retiro, pero no dar gloria a Dios. Eso, a lo más, mantiene una vida cristiana infantil y suele engendrar sectarismos y divisiones (“yo de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas…”). Y como a veces ocurre que estos “pablos” o “apolos” no son tan santos como aquéllos, el éxito se les sube a la cabeza, descuidan la vida espiritual (oración), y terminan enfrentándose con la autoridad o cediendo a tentaciones afectivas, el final puede ser funesto para ellos y para mucha gente.
Ustedes son la sal de la tierra
Otra comparación que usa Jesús es la de la sal. Sus discípulos, por serlo, ya son sal y, consecuentemente, han de salar la tierra. La sal sirve para dar sabor a los alimentos, también para conservarlos se sazonan. La sal creo que evita la deshidratación. Un poco de sal basta para dar otro sabor a la comida. Un grupito de cristianos fervorosos en medio de un barrio no evangelizado o secularizado le da otro sabor. Un grupo de jóvenes cristianos auténticos en una facultad de estudios le da otro sabor intelectual y espiritual. Unos pocos políticos coherentes con su fe dan otro tono a los debates e incluso a las leyes que salen de los parlamentos. Muchos países o sociedades, en otro tiempo más o menos cristianas, viven un proceso acelerado de corrupción porque no hay en medio de ellas la sal cristiana suficiente; puede ser que haya todavía un gran número de bautizados, pero son sal insípida. La deshidratación espiritual progresiva de barrios, ciudades y países enteros ¿qué otra causa puede tener sino la falta suficiente de sal evangélica?
Jesús afirma que la sal que ha perdido su sabor no sirve más que para tirarla a la calle y que la pise la gente. El libro del Apocalipsis dice que los cristianos tibios son vomitados. ¿Por qué hay tanta crítica hacia la Iglesia –eso es una forma de pisar-? Porque hay muchos que, declarándose católicos, viven como paganos. Porque hay miembros cualificados que han cometido pecados atroces. Críticas a la Iglesia siempre habrá: de Jesús dijeron que estaba loco, endemoniado y que era un blasfemo. Precisamente la sal también quema en la herida. Pero lo malo es que, en muchas de las críticas que se hacen a los cristianos, hay, de un modo u otro, razón para criticar. Otra cosa es que quienes nos censuran y condenan lo hagan con una hipocresía refinada, diabólica, a veces diciendo medias verdades, y sin ningún derecho a “tirar la primera piedra”.
Toda persona tiene su proceso. A nadie podemos exigirle que sea perfecto ya. Pero sí que esté en camino. Jesús desacredita a todo discípulo suyo que esté apagado, a todo discípulo que haya perdido la sal bautismal. La Palabra, sin dejar de ser buena noticia o precisamente por ello, siempre nos invita al examen, a la revisión. ¿Estoy siendo yo luz en mi hogar, entre mi familia? ¿Mi vida alumbra algo entre los vecinos, en mi lugar de trabajo, en los ambientes donde me muevo? ¿Al observar mis obras, habrá alguien que dé gloria a Dios? ¿Mi modo de ser, de pensar y actuar es diferente –sal- del de la gente no creyente? La Palabra de Dios también es viva, eficaz: aceptada con fe este domingo, me hará ser más y mejor sal y luz.

Padre Jesús Hermosilla

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