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Notas exegéticas - VIII Domingo del Tiempo Ordinario del Ciclo A

Domingo VIII
Tiempo Ordinario, ciclo A

Isaías 49,14-15
1 Corintios 4,1-5
Mateo 6,24-34

En las lecturas de este domingo se revela, como en una gran teofanía, el rostro amoroso de Dios padre y madre. Así se ha revelado en la tradición de Israel y, en la plenitud de los tiempos, en su Hijo Jesucristo. Las lecturas de hoy son también una invitación a vivir la confianza y el abandono en Dios, que nos ama y cuida de nosotros. No hay necesidad de divinizar las riquezas, apoyándonos en ella, sino simplemente “buscar el Reino de Dios y su justicia”, es decir, vivir abiertos al don de Dios y orientar la vida según los grandes valores que nos propone el Evangelio.

         La primera lectura (Is 49,14-15) está tomada del llamada Segundo Isaías, que se dirige al pueblo en los últimos años del exilio de Babilonia o al inicio del regreso a la tierra de Israel. Es uno de sus textos bíblicos más célebres, pues el profeta usa la simbología materna para hablar de Dios. En una época histórica en que el pueblo, que como minoría cultural y religiosa vive lejos de su tierra y despojado de todas sus seguridades, piensa en la posibilidad de haber sido olvidado por Dios, el profeta le asegura que el amor divino es estable y sin límites, como el de una madre. No le ha olvidado. Le sigue amando con un amor lleno de ternura y de amor instintivo, como una madre a su hijo. Es tan grande su amor “maternal”, que aunque una madre se llegara a olvidar de su niño, “yo jamás te olvidaría”, dice el Señor.

         La segunda lectura (1Cor 4,1-5) nos ofrece dos declaraciones importantes, relacionadas ente ellas, sobre el ministerio apostólico. La primera afirmación es una definición del apóstol como “ministro” y “administrador”, ministro al servicio de Cristo y administrador de los bienes y las palabras de la salvación a favor de los hermanos; la segunda afirmación tiene que ver con el juicio que se puede realizar sobre el ministro, cuyo premio o condena no están en relación con el éxito o rechazo de los hombres sino en relación con la instancia suprema de Dios, quien ve la fidelidad interior y la capacidad de darse en modo auténtico. El éxito de un predicador no lleva necesariamente y automáticamente la aprobación de Dios, él único que “pondrá de manifiesto las intenciones de los corazones”.

         El evangelio (Mt 6,24-34) inicia con una sentencia de Jesús: “Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se dedicará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero” (v. 24). “Dinero” traduce la palabra griega mamónas, que es la transliteración del arameo mamóna  y del hebreo mamón, que derivan de la raíz amán, que designa algo en lo que se puede apoyar uno y tenerle confianza. De esa raíz viene la palabra amén, con la que todavía hoy indicamos nuestra confianza y abandono en Dios al final de la oración. El texto, por tanto, presenta la riqueza con connotaciones religiosas, pues pueden llegar a sustituir a Dios. La riqueza es vista como tentación idolátrica. No es posible dedicarse íntegramente a Dios, como único Señor, y al mismo tiempo ambicionar y acumular bienes materiales y apegarse a ellos, hasta convertirlos en un dios, un ídolo al cual los hombres se esclavizan y pueden llegar hasta ofrecerle la vida de los otros. La riqueza exige confianza en ella, hasta asumir el rostro de una ilusoria seguridad contra la muerte, de una presencia poderosa pero falsa que parece colmar las necesidades más profundas del corazón humano.

         Por eso Jesús había dicho un poco antes en el Sermón de la Montaña: “No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban… porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6,19.21). Hay que ser consciente de que cuando ponemos la confianza en nuestros bienes, terminamos inevitablemente por apagar en nosotros la disponibilidad para el reino de Dios, como sucede al hombre rico y triste, que prefiere seguir confiando en sus riquezas que seguir al Señor y vivir en relación con él (cf. Mt 19,22).

         A continuación el texto añade: “Por eso os digo…”. Sobre el trasfondo anterior acerca de la riqueza hay que leer las sucesivas afirmaciones de Jesús, que invitan a no preocuparse, a no agitarse y afanarse. Sólo quien tiene el corazón libre de apegos y cosas que estorban e impiden la libertad interior, puede encontrar en el Señor su tesoro, puede hacer de la confianza en Él la fuente y el apoyo de la propia existencia y, por tanto, el arma contra toda preocupación. ¿De qué preocupación habla Jesús? Del afanarse y agitarse, de la actitud ansiosa de quien piensa que todo depende de sí mismo y de sus propias acciones. Quien así actúa, se ciega por su ambición insaciable, vive convencido que la paz se encuentra en acumular siempre más para sí mismo, cayendo en lo que Jesús define “las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas” (Mt 13,22). Quien actúa así es una persona “de poca fe”, padece la enfermedad espiritual de la oligopistía (“poca fe”), de la que tanto se lamentó Jesús en el evangelio (cf. Mt 8,26; 14,31; 16,8; 17,20). El discípulo que se deja arrollar por la obsesión por el alimento o por el vestido, tiene una fe incierta, débil, que contradice y duda del amor de Dios. 

         Quien, en cambio, se abandona con confianza en e Dios anunciado por Jesús, no se inquieta, no se preocupa porque se reconoce destinatario del amor de Dios: el Padre, en efecto, “sabe lo que necesitáis” (Mt 6,8) y, así como cuida de las aves del cielo y los lirios del campo, “hará mucho más con nosotros” (cf. Mt 6,30). Y hay que ser claros en que Jesús no está elogiando ni proponiendo la improvisación o el providencialismo irresponsable. No, él invita a sus discípulos a comprometerse, a trabajar, pero con una actitud serena de quien está convencido de que a los ojos de Dios “la vida vale más que el alimento y el cuerpo más que el vestido”; de quien no pone su confianza en su propia actuación como protagonista absoluto, sino que frente a las imprevistas preocupaciones de la vida, no se deja arrastrar por la angustia o el temor, sino que “abandona en Dios todas sus ansiedades” (cf. 1 Pe 5,7); de quien, en extrema síntesis, “busca primero el Reino de Dios y su justicia y recibe todo el resto por añadidura” (cf. Mt 6,33).

          La exhortación final a “buscar el Reino de Dios y su justicia” es una invitación a construir la vida sobre una auténtica escala de valores: la construcción del Reino da sentido a nuestra entera existencia. Quien construye su vida sobre el “alimento” y sobre el “vestido” todo el sistema de sus opciones se ve dominado por el ansia y la ambición, es un pobre de valores éticos, vacío espiritualmente y, como los ricos, inútil para el Reino de Dios. El stress, la angustia, la violencia misma, nacen de esta frenética búsqueda de fetiches, de cosas, de dinero y de gozo inmediato. Las cosas y la alegría se llenan de sentido solamente cuando se viven en un contexto de valores auténticos. La búsqueda de los verdaderos valores da significado a todo el resto, da sabor a la vida, crea paz y esperanza. No se trata, por tanto, de una fuga utópica de la realidad histórica y de la realidad cotidiana de todos los días, ni de una alienación en relación con las exigencias de la existencia, del trabajo y del compromiso social. La búsqueda del Reino de Dios debe darse dentro de la historia; su “justicia”, es decir, sus valores y exigencias deben fecundar a la humanidad y a la sociedad, encarnando en la vida la voluntad del Padre del cielo.

Mons. Silvio José Báez Ortega
Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis
De Managua, República de Nicaragua

FUENTE: http://www.debarim.it/
PUBLICADO POR: Secretariado de
Pastoral Vocacional
Diócesis de Margarita.


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