XXXII domingo del Tiempo Ordinario Ciclo A
DOMINGO XXXII DEL TO – A
09-11-14
09-11-14
La solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles
difuntos nos ha puesto de frente al misterio de la muerte y la suerte eterna de
quienes han pasado ya por ella. Respecto de estas realidades son muchas las
opiniones que encontramos hoy, desde quienes piensan que después de la muerte
no hay nada, que el ser humano desaparece con ella, hasta quienes describen con
toda minuciosidad cómo será el paraíso o la vuelta gloriosa del Señor, en una
aceptación literal de los relatos proféticos o apocalípticos, pasando por
aquellos que están convencidos de la reencarnación o de que el espíritu de la
persona se disuelve en la divinidad formando un todo con lo divino. También
incluso en ambientes católicos se han difundido algunas ideas u opiniones
extrañas a la tradición católica como, por ejemplo, que se resucita en el
momento de la muerte, que nadie se va a condenar o que no existe el purgatorio.
Por eso, no está de más que recordemos en estos días las verdades
esenciales de nuestra fe que, a lo largo de su historia, la Iglesia ha ido
conociendo y precisando mejor. En el momento de la muerte, separación de alma y
cuerpo, la persona “recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un
juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una
purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo,
bien para condenarse inmediatamente para siempre” (Catecismo 1022). Creemos
también que “Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la
vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la
Resurrección de Jesús. ¿Cuándo? Sin duda en el “último día” (Jn 6, 39-40), “al
fin del mundo” (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está
íntimamente asociada a la Parusía del Señor” (Catecismo 997. 1001).
Las lecturas de la Palabra de Dios de estos últimos domingos del año
litúrgico nos exhortan a prepararnos a esos acontecimientos, sobre todo
viviendo en actitud de vigilancia y de espera activa. “Desde la Ascensión –afirma
el Catecismo de la iglesia-, el advenimiento de Cristo en la gloria es
inminente, aun cuando a nosotros no nos <toca conocer el tiempo y el momento
que ha fijado el Padre con su autoridad> (Hch 1, 7). Este acontecimiento se
puede cumplir en cualquier momento” (673). Las actitudes de vigilancia y
esperanza activa fueron expuestas por Jesús en algunas de sus parábolas del
Reino: hoy escuchamos la de las jóvenes que salen a esperar al esposo y el
próximo domingo la de los talentos.
Al encuentro del Esposo
La parábola de las diez muchachas que tomaron sus lámparas y salieron a
esperar al esposo no va dirigida sólo a las monjas, sino a todos los
cristianos. También los casados se preparan para salir al encuentro del esposo.
Quienes han recibido el sacramento del matrimonio tienen su esposo o esposa,
pero el Esposo (con mayúscula) es Jesús. Él vendrá lleno de gloria al final de
los tiempos, pero, en cierto modo, viene también, para cada persona en
particular, en el momento de la muerte, para hacerla entrar al banquete de
bodas.
La muerte es un llamado de Dios al hombre. “En la muerte, Dios llama al
hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un
deseo semejante al de san Pablo: <deseo partir y estar con Cristo> (Fil
1, 23)” (Catecismo 1011). Dios nos llama a su encuentro, Jesús nos llama a la
unión esponsal definitiva con Él. La túnica blanca recibida en el bautismo es,
en el momento de la muerte, el vestido nupcial del que debemos estar revestidos
para el encuentro esponsal definitivo con el Señor. Se trata de entrar en la
plenitud de la comunión con Dios, donde nuestras ansias de amor quedarán plena
y definitivamente satisfechas. Nada tiene de extraño, pues, que san Juan de la
Cruz, cuando se estaba muriendo, pidiera que, en vez de la recomendación del
alma, le leyeran el Cantar de los Cantares.
Por tanto, aunque nuestros sentimientos respecto de la muerte puedan ser
diversos e incluso contradictorios, el que debiera prevalecer es el de alegría
por ver ya inminente el encuentro con el Señor. San Pablo escribe a los
tesalonicenses y les dice que no se aflijan ante la suerte de los difuntos como
los hombres que no tienen esperanza, pues “a los que han muerto en Jesús, Dios
los llevará con él”. Describe el apóstol el momento de la parusía con elementos
apocalípticos, es decir, simbólicos, como un descenso del Señor en una nube
(como había ascendido al cielo) y entonces, tanto los muertos ya resucitados
como los que todavía vivan, serán llevados “al encuentro del Señor, en el aire.
Y así –prosigue- estaremos siempre con el Señor”.
Con las lámparas encendidas
Si algo nos deja claro la parábola de las diez jóvenes es que el
encuentro con el Señor no se improvisa y que su preparación es algo totalmente
personal e intransferible. Dice la parábola que cinco de aquellas jóvenes eran
necias y cinco eran sensatas. Las necias toman sus lámparas pero olvidan el
aceite, mientras que las sensatas llevan consigo los recipientes con aceite.
Jesús no explica cuál es ese aceite, a qué se refiere como algo estrictamente
necesario para poder entrar al banquete de bodas del esposo. La conclusión,
“por tanto, velen, porque no saben el día ni la hora”, pudiera hacernos pensar
que el aceite es únicamente la vigilancia, pero, en todo caso, se trata de una
vigilancia activa.
Si leemos la parábola a la luz del dicho de Jesús “ustedes son la luz
del mundo (…), alumbre su luz delante de los hombres para que, viendo sus
buenas obras, den gloria a su Padre que está en los cielos” (Mt 5, 14. 16) y la
enseñanza de san Pablo de que lo que vale es “la fe que actúa por la caridad”, podemos
hacer nuestra la interpretación de que la lámpara es la fe y el aceite las
obras que proceden de la caridad. Se trata, en definitiva, del fuego del amor,
amor a Dios y al prójimo, encendido en nuestros corazones por el Espíritu Santo,
que se mantiene vivo. La lámpara se aprovisiona de aceite, paradójicamente, en
el consumirse uno mismo en la entrega cotidiana.
La parábola
advierte que ese aceite no se improvisa ni intercambia. No es intercambiable
porque el amor es algo personal: puedo amar a otro, pero no puedo hacer que él
ame. Aunque sea verdad también la máxima de san Juan de la Cruz: “donde no hay
amor, pon amor y sacarás amor”, siempre el amor es propio, yo no puedo amar por
el otro, podré ayudarle a que reciba amor y ame, pero amar siempre será una
decisión personal. No se improvisa, porque normalmente es fruto de un recorrido
espiritual duradero; quien anda de modo superficial, sirviendo a dos señores,
sin decidirse plenamente por el Señor, puede verse sorprendido y desprevenido
en el momento menos inesperado.
Cinco eran
necias y cinco sabias
La razón de
que unas olvidaran el aceite y otras lo llevaran radica en que unas eran necias
y otras sabias. Evidentemente no se trata aquí de una necedad o sabiduría
humanas, ya sean naturales o adquiridas (también parece que la necedad se
adquiere hoy en algunas universidades, tras largos y arduos estudios). Es la
sabiduría espiritual, de la que nos habla la primera lectura, la sabiduría de
una fe activa. San Pablo nos diría que es “la sabiduría de la cruz”. Una
sabiduría que sale al encuentro de todos, independientemente de sus dotes
intelectuales. “Quien temprano la busca no se fatigará, pues a su puerta la
hallará sentada”. Algunos prefieren ir a buscarla lejos o por caminos
complicados y costosos.
Mantengamos
viva, encendida, la luz de nuestra vida, mediante la escucha diaria de la
Palabra, la oración y las buenas obras. El Señor está a la puerta, en cualquier
momento, tal vez de manera inesperada, vamos a escuchar su llamada. Salgamos alegres
y decididos a su encuentro.
Padre Jesús Hermosilla
Publicar un comentario