Homilia del Padre Jesús Hermosilla
Diócesis de Margarita
DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO C
La Palabra habla de la Palabra
Habitualmente los predicadores no solemos hacer comentarios a la segunda lectura de los domingos del tiempo ordinario, a lo más alguna referencia porque, mientras que la primera lectura ha sido seleccionada para sintonizar con el evangelio, la segunda sigue otra temática. Esto debería ser un estímulo para que cada uno dedique un tiempito a nutrirse por propia iniciativa de estos textos, tomados generalmente de las cartas de san Pablo. Hago esta introducción precisamente porque hoy hago excepción y voy a empezar la reflexión dominical comentando la segunda lectura, que podría ser titulada “tratado –o compendio- de teología o espiritualidad sobre la Escritura”. Hoy la Biblia nos habla de sí misma y nos dice cosas tan bellas, tan impresionantes, tan profundas, que deberíamos –como diría Job- grabarlas con cincel y tenerlas a la vista siempre que nos ponemos a leerla.
Lo primero que Pablo nos recuerda de Timoteo es que desde su infancia está familiarizado con la Sagrada Escritura, que la conoce desde niño; y tú ¿desde cuándo estás familiarizado con el Libro santo? O ¿todavía no te consideras familiarizado con él? Se nos acusa, con razón, a los católicos de no conocer la Biblia. La causa principal: falta de interés, falta de aprecio por la Palabra. La Escritura, sigue diciendo Pablo, “puede darte la sabiduría que, por la fe en Cristo Jesús, conduce a la salvación”. La Biblia no salva, salva la fe en Cristo Jesús, pero la Biblia nos da un conocimiento, una luz interior, que nos lleva a creer en El. A través de ella nos encontramos con Cristo Jesús; desde ella Cristo Jesús nos habla y nos da salvación.
Toda la Sagrada Escritura está inspirada por Dios y es útil para enseñar, rebatir, corregir y educar en la virtud
La Escritura está inspirada por Dios, de modo que quienes escribieron o compilaron sus libros tenían una ayuda especial del Espíritu Santo para transmitir la verdad que Dios quería. Cada autor puso al servicio de esta tarea su propio talento, sus cualidades literarias, sus conocimientos históricos y científicos, pero es Dios quien habla a través de esos textos. Por eso es útil para enseñarnos la sabiduría de Dios; en ella conocemos a Dios y también a nosotros mismos, nuestro origen y destino, el sentido de nuestra vida y el modo de vivirla sabiamente. También es útil para rebatir, no para rebatir hipótesis científicas o históricas, la Biblia no es un libro de ciencia ni siquiera de historia –tal como hoy se entienden- sino de religión, un libro de fe; con la Palabra sí podemos defender la verdad sobre Dios y el hombre y rebatir concepciones antropológicas, es decir, teorías sobre el ser y el destino del ser humano, que lo reducen a pura materia evolucionada o lo dejan solo y desamparado en medio del universo, encerrado en una libertad y autonomía sin límites que, a la larga, se desvelan suicidas. Es útil para corregir; a través de ella Dios nos corrige, nos orienta, nos recuerda el camino adecuado. ¡Cuántos sufrimientos nos evitaríamos si hiciéramos caso a la Palabra de Dios! ¡Cuántas guerras y revoluciones se habrían evitado si los pueblos y sus gobernantes hubieran tomado un poco más en cuenta la Palabra de Dios!
“Y nos educa en la virtud, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté enteramente preparado para toda obra buena”. La Palabra de Dios aceptada con humildad y llevada a la práctica va creando en nosotros actitudes virtuosas, nos va dando una personalidad cristiana, arraigada firmemente en los valores del Reino de Dios, marcada sobre todo por la caridad, que nos hace santos, hombres y mujeres maduros (perfectos), capaces de obrar no sólo correctamente y realizar cantidad de obras buenas, sino de ver realizada en nosotros la profecía de Jesús: “ustedes harán las obras que yo hago y aún mayores”. Porque la Palabra de Dios –nos lo recuerda el versículo del Aleluya tomado de la carta a los Hebreos- “es viva y eficaz”, capaz de hacer en nosotros lo que dice, capaz de darnos lo que nos pide.
Anuncia la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, convence, reprende y exhorta con toda paciencia y sabiduría
Quien se nutre constantemente de la Palabra se siente urgido a anunciarla. No es un deber, un compromiso u obligación, es una necesidad. Pablo dirige hoy a nosotros estas palabras que un día escribió a su discípulo Timoteo. Es Jesús mismo quien nos habla a través de ellas. No nos preocupemos del resultado que, en toda su verdad, sólo Dios ve. Hay que reconocer que esto de anunciar, insistir a tiempo y a destiempo, convencer, reprender, exhortar… parecen habérselo tomado más en serio los “hermanos separados… o esperados”. No se trata de imponer, pero sí de proponer. Con paciencia, pero sin cansarnos, con insistencia. Con la convicción de que llevamos no sólo un mensaje que el hombre de hoy está necesitando, aunque su primera reacción sea rechazarlo, sino un mensaje lleno de poder, un mensaje que comunica esperanza, paz, alegría. Es un verdadero tesoro. Pero ha de ser anunciado por testigos antes que por maestros. Este mes misionero puede ser el momento de tomarnos en serio estas palabras.
Hay que orar siempre y sin desfallecer
Si es verdad que la Biblia es el libro mediante el cual Dios ha hablado y habla al hombre, también es igualmente verdad que la Biblia es el libro que recoge cómo los hombres han hablado y pueden hablar con Dios. La Palabra es primero palabra escuchada, recibida, pero después, incluso antes de ser proclamada, ha de ser palabra orada. La Biblia nos enseña a orar, nos mueve a orar, nos exhorta y manda orar. Jesús hoy nos dice que lo hagamos siempre y sin desfallecer. Sin desanimarnos. A veces da la impresión de que Dios no nos escucha o que tarda mucho en responder a nuestras peticiones, como veíamos hace dos domingos en un texto de Habacuc. Jesús nos dice que Dios no nos hace esperar, nos hace justicia (nos da lo justo) sin tardar. Tal vez Dios parece tardarse cuando en vez de justicia queremos ver otras cosas…
Orar es adorar, es alabar y glorificar, orar es dar gracias, como escuchamos el domingo pasado en boca del leproso samaritano curado. Orar es, por supuesto, pedir, como pidieron los diez leprosos: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Orar es también interceder, pedir por los otros. En realidad la diferencia no es tan grande, pues todos somos miembros de un mismo Cuerpo, de modo que cuando pido por mí, si pido bien, estoy pidiendo también por los demás y, cuando pido por ellos, estoy también pidiendo por mí. Hoy la primera lectura nos presente un intercesor excepcional: Moisés. Lo vemos con los brazos en alto en la cima de la montaña implorando la victoria para su pueblo. Después de que el pueblo caiga en la idolatría intercederá para que Dios lo perdone. Moisés en la montaña es todo un símbolo no sólo, aunque sí especialmente, de la vida contemplativa (monjes y monjas de clausura), sino de todo cristiano a quien le duele la situación de este mundo y la lucha que los miembros del Cuerpo místico han de sostener contra las fuerzas del mal. Cuando Moisés tiene los brazos en alto el pueblo vence, cuando los baja el pueblo pierde. El mundo necesita intercesores. Muchos y constantes. Pero la intercesión, para que sea intercesión cristiana, ha de ser expresión de amor. Si intercedo para que el otro cambie, pero no lo amo, eso no es intercesión cristiana, es amor a mí mismo y así el otro no cambia (¡Tantas “plegarias” por los gobernantes que no son verdadera oración!). Y la intercesión no es evasión, sino que me dispone también a la acción.
Leamos la Palabra, estudiemos la Palabra, oremos la Palabra, oremos con la Palabra, pongamos en práctica la Palabra, anunciemos la Palabra e intercedamos para que a todos les toque el corazón la Palabra.
Pbro. Jesús Antonio Hermosilla García
Barquisimeto 11-10-10
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