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Jesucristo, Rey del Universo - Homilía Padre Jesús Hermosilla


DOMINGO XXXIV DEL TIEMPO ORDINARIO
CICLO C      
JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
La solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, da fin o culminación al año litúrgico, indicándonos así qué será lo último y definitivo de la historia. La literatura, el cine, incluso la ciencia, se preguntan y especulan o fantasean sobre el futuro, el cristianismo sabe en qué consistirá.
El rey de los judíos. El Rey del universo
Jesús comenzó su ministerio público anunciando que el reino de Dios estaba cerca. Predicó las parábolas del reino: “el reino de Dios es semejante a…” Más tarde decía: “el reino de Dios está dentro de ustedes”. El nos ha traído el reino de Dios. Un reino que es como una semilla que, poco a poco, va creciendo, como la levadura que va fermentando la masa del mundo. Un reino que se va extendiendo en la medida que su mensaje de salvación es predicado y aceptado. Y El es el Rey. En la sentencia de condenación a muerte pusieron que Él era “el rey de los judíos”, pero Jesús es mucho más, Jesús es el Rey de todo el universo. Dice el prefacio de la Misa de hoy que, sometiendo a su poder la creación entera, entrega al Padre, majestad infinita, un Reino eterno y universal. ¿Y cómo ha sometido a su poder toda la creación? Ofreciéndose a sí mismo en el altar de la cruz. Suena extraño esto ¿verdad? Un hombre que muriendo en una cruz ha sometido toda la historia a su poder y la ha entregado a Dios… Sin embargo, esa es, aunque paradójica, la auténtica realidad.
Señor, cuando llegues a tu reino, acuérdate de mí
¡Cómo no se va a acordar de ti! “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Su reino es un paraíso, aunque en esta etapa terrena de la historia parezca más bien un infierno o, al menos, un “valle de lágrimas”. Pero la súplica del llamado “buen ladrón”, nos indica que pertenecer al reino de Dios, al reino de Jesucristo, no es algo automático, sino personal, fruto de una decisión libre y personal. ¡También se acuerda de ti y de mí! Nos invita a ser parte de ese reino, a participar de ese reino. Aunque, conviene tener claro que lo más importante de ese “ser parte” o “participar” es la relación personal con el Rey. Al malandro arrepentido Jesús no le dice “tendrás parte en mi reino”, sino “estarás conmigo”. Ese “conmigo”, con Él, eso es lo fundamental del reino y del paraíso. El reino es una “comunión” de amor, con el Rey, con su Padre, con su Espíritu y con cada uno de los demás ciudadanos de ese reino. Por eso el reino es paraíso, felicidad, dicha.
Decía que ser ciudadano de este reino es fruto de una decisión libre. Esa decisión consiste en elegirle a El como rey, como señor, de la propia vida. Sabiendo que tenerle a él como rey nos libera de la esclavitud. Esto hay que tenerlo muy claro: nadie puede ser absolutamente rey de sí mismo, porque somos criaturas, dependientes. Hoy una aspiración de la gente, mucho más que en otras épocas, es ser absolutamente libre, rey y señor de sí mismo, señor del propio presente y futuro, dueño del bien y del mal… Pero eso es imposible. Eso conduce únicamente a ser más esclavo: de las propias pasiones desordenadas, del dinero, del poder, de las ideologías, de otros hombres más poderosos o inteligentes, en definitiva, esclavo del pecado y del Maligno. Solamente elegir a Jesucristo como rey y señor de la propia vida nos hará libres y, poco a poco, reyes y señores con Él: más dueños de nosotros mismos, más libres del mundo y sus vanidades, más maduros. La fiesta de hoy nos invita a renovar esta opción fundamental por Jesucristo: “Señor mío y Dios mío, mi Rey y Salvador”.
El Reino de la luz, el Reino de su Hijo amado
San Pablo da gracias a Dios por haber conocido este reino, al que llama el reino de la luz, y haber participado en él. Ha habido un traspaso, un traslado: del poder de las tinieblas al Reino de su Hijo amado. Ese traslado se realiza cuando aceptamos a Jesús como nuestro rey y señor, único salvador. Sin salir todavía de este mundo, se realiza un traspaso espiritual: de la oscuridad a la luz. O como dice el prefacio, hemos pasado ya “al Reino de la verdad y de la vida, Reino de la santidad y la gracia, Reino de la justicia, del amor y de la paz”. Vivir en el reino de Dios es haber sido trasladados del error a la verdad, de la muerte a la vida, del pecado a la santidad y la gracia, de la injusticia a la justicia, del odio al amor, del desasosiego y discordia a la paz. Es verdad que este paso es progresivo y lento.
Por otra parte, mantenerse en este reino y procurar su crecimiento, requiere lucha (“el reino de Dios es de los esforzados”). Porque el reino es como un campo donde, junto al trigo, crece también la cizaña. En esta lucha la victoria nos la da nuestro Rey, en la medida que nos despojamos de las armas de este mundo (mentira, violencia, dinero, “palancas”…) y aceptamos la suya que no es otra que la cruz (oración, ayuno, penitencia, muerte a uno mismo, aceptación de la cruz de cada día, humillación). La primera lectura de hoy presenta la unción de David como rey de todas las tribus de Israel, como profecía del Mesías, el ungido de Dios, definitivo Rey del mundo. Pues bien, la puerta para el triunfo de David fue el haberse enfrentado al gigante Goliat sin más armas que su honda y la confianza en el poder de Dios.
La victoria está asegurada a los ciudadanos del Reino. Los reinos de este mundo pasan. Los imperios van cayendo. Los magnates y los tiranos mueren. Sólo Jesucristo reina. Ahora de un modo oculto y misterioso ciertamente. Llegará un día en que aparecerá en todo su esplendor. En toda su gloria. El hombre coronado de espinas y clavado en una cruz se mostrará en su trono de gloria y coronado de victoria, majestad y poder. Entonces veremos con toda claridad que era Él quien guiaba la historia. Entonces nos alegraremos de haber compartido su humillación, su sufrimiento y su cruz, pues apareceremos juntamente con él revestidos de esplendor y gloria, poder y majestad
Pbro. Jesús Hermosilla 

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