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Notas exegéticas - Solemnidad de Cristo Rey


Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario Ciclo C
Solemnidad de Cristo Rey

2 Samuel 5,1-3
Colosenses 1,12-20
Lucas 23,35-43


                Esta solemnidad, instituida por Pío XI en 1925, cierra el año litúrgico con una grandiosa visión de fe y de esperanza en el señorío de Jesús el Mesías de Dios, Señor del cosmos y de la historia. Un señorío y una realeza que no se fundamentan ni en el poder ni en el terror, sino en la donación de un amor sin límites. En el centro de la liturgia de hoy emerge soberana la figura de Cristo en la cruz que, según el evangelista Lucas, como último acto de su reino terrestre y como primer gesto de su reino glorioso, ofrece el perdón y la paz.

            La primera lectura (2 Sam 5,1-3) describe la aclamación real de David en Hebrón, la primera capital del reino, después de una larga lucha contra Saúl. Todas las tribus de Israel que se reúnen en esa ocasión, fundamentan la coronación del nuevo monarca en dos principios. El primero es enunciado en el v. 1: “Hueso tuyo y carne tuya somos nosotros”; el segundo, en el v. 2: “El Señor te ha dicho: Tú apacentarás a mi pueblo Israel”.

Con el primer principio se afirma la condición humana del rey de Israel. El monarca no es diverso del resto del pueblo, comparte con los suyos la misma historia y en cierto modo el mismo destino. El rey era una figura corporativa en Israel ya que en su persona coincidían los anhelos de paz y de justicia de toda la colectividad. El rey compartía sobre todo la misma fe del pueblo, llegando a ser como un signo de la religiosidad y de la esperanza mesiánica de Israel. Con razón el derecho deuteronomista sobre el rey afirma: “A uno de entre tus hermanos pondrás como rey; no podrás darte por rey a un extranjero que no sea hermano tuyo” (Dt 18,15b). Un extranjero podría desviar al pueblo de la fe en el Dios de la alianza. Esta concepción del rey como “uno de entre tus hermanos”, preparaba misteriosa pero admirablemente el misterio de Cristo y de su Reino. El Reino de Aquel que “fue probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4,15) porque “tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos” (Hb 2,17).

Con el segundo principio se reconoce la elección divina del rey. De este modo se puede firmar un pacto institucional y un juramento de mutua lealtad entre el pueblo y su rey. En efecto, el texto añade a continuación: “El rey David hizo con ellos un pacto en Hebrón, en presencia de Yahvéh. Y ungieron a David como rey de Israel”. Esta adhesión del pueblo, que se renovaba cada vez que un monarca ascendía al trono, se revelará constantemente limitada y frágil, debido a la condición débil y pecadora de los reyes de Israel. Solamente Jesús de Nazaret realizará en plenitud el ideal mesiánico de los antiguos monarcas hebreos. De él dice el evangelio, “Dios le dará el trono de David su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin” (Lc 1,32-33).

La segunda lectura (Col 1,15-20) es el himno de origen litúrgico con el cual se abre la carta a los Colosenses. El texto se puede dividir en dos grandes secciones cristológicas: la primera celebra a Cristo en relación con la creación (vv. 15-17), la segunda lo coloca en el misterio de la redención (vv. 18-20). En la primera sección, a la luz de la sabiduría bíblica (cf. Prov 8,22-30), se afirma que Cristo es la raíz, el centro supremo de unidad y de armonía y de cohesión de toda la creación. Se canta el primado de Cristo que es “imagen”, icono real del Padre, en cuanto mediador en la obra de la creación, y “primogénito” de toda criatura, debido a su condición de filiación única y eterna, antes de la creación del mundo. En la segunda sección, se proclama la dignidad de Cristo, en quien habita “la plenitud de la divinidad”. Se afirma su primado en la Iglesia, de la cual es “cabeza” y “primogénito”, en el sentido de anterioridad y supremacía. En él se ha manifestado todo el poder y la grandeza de Dios. Por eso el universo entero se reconcilia con Dios a través de él y es pacificado por la sangre de su cruz.

            El evangelio (Lc 23,35-43) narra los ultrajes de Jesús en el momento de la crucifixión y la escena en la que intervienen los dos malhechores que estaban en aquel momento junto a él.

Mientras el pueblo asiste a la crucifixión, los jefes se burlan del Crucificado (v. 35). El objeto de la burla es la salvación, un tema central en la teología de Lucas, quien presenta a Jesús desde su nacimiento como un “salvador” (Lc 2,11; Hch 5,31; 13,23). La salvación define su misión. Es sorprendente la repetición del verbo “salvar” en el texto, en donde aparece 4 veces (vv. 35.35.37.39). Tal insistencia sobre la salvación, en boca de los jefes del pueblo y de uno de los malhechores crucificados, indica la diferencia entre la concepción de salvación de la gente presente en el momento de la crucifixión y la realizada por Jesús. Todos coinciden en que salvándose a sí mismo, Jesús demostraría ser el verdadero Mesías; Jesús, en cambio, se revela como Salvador precisamente en el anonadamiento total por amor.

Los soldados, burlándose, le ofrecen vinagre (v. 36), gesto que no tiene nada de compasivo en el contexto. Era un gesto de crueldad con el cual se intentaba prolongar la vida del crucificado moribundo, para tenerlo más tiempo sometido a aquella tortura horrorosa. Lucas se ha inspirado en el Salmo 69,22, en donde los enemigos ofrecen al justo perseguido y sufriente este tipo de bebida.

Los soldados se dirigen a Jesús con el título “Rey de los judíos” (v. 37), refiriéndose a la acusación que sufrió Jesús en el proceso romano (Lc 23,2). Los guardias no se interesan por la dimensión religiosa de la misión de Jesús. Insisten en el aspecto político. Por eso lo llaman “rey”. Para ellos, soldados romanos no judíos, Jesús no puede ser el ungido de Dios, sino solamente un hombre que reivindica una autoridad en antagonismo con el dominio romano.

La imagen de “rey” que tienen en la mente es la del Cesar como omnipotente soberano. Su concepto de rey está basado en la fuerza, en la búsqueda de gloria y en la capacidad de imponerse sobre los otros. Por eso le decían a Jesús: “Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate!” (v. 37). La expresión “si eres...” recuerda el episodio de las tentaciones, en donde el diablo se dirige a Jesús (Lc 4,3.9). La propuesta de los soldados en el momento de la crucifixión era una verdadera tentación, la última prueba sufrida por Jesús. Bajando de la cruz y salvándose a sí mismo, Jesús habría mostrado un mesianismo y una realeza fundados en el poder y la grandeza, en la espectacularidad y el egoísmo.

El apelativo “rey de los judíos” aparece escrito también en una placa que, según el ritual de la crucifixión, era colocada sobre el madero de la cruz para anunciar públicamente el motivo de la condena. Aquel escrito sobre la cruz de Jesús, que indica que la misión de Jesús había sido interpretada con categorías políticas, muestra al mismo tiempo la total incomprensión humana frente al misterio del Rey-Mesías crucificado.

A continuación viene la escena de los dos malhechores, la cual es exclusiva del evangelio de Lucas (vv. 39-45). El primero de ellos se burla de Jesús, invitándolo no sólo a salvarse a sí mismo, sino a salvarlos también a ellos dos. Lucas expresa esta burla con el verbo griego blasphemeo, que significa “insultar” o “burlarse”, pero también “blasfemar”. La reacción del segundo no es solamente diversa, sino totalmente antitética. Sus palabras revelan un auténtico proceso de conversión, a tal punto que aquel malhechor crucificado llega a convertirse en modelo del pecador arrepentido.

Este último comienza reprendiendo al primero: “¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena?” (v. 40). Aquella reprensión nos hace recordar el consejo de Jesús en Lc 17,3: “Si tu hermano peca, repréndelo”. Una reprensión que es motivada por el hecho que aquel delincuente, con sus insultos, demostraba no “temer a Dios”, que es la actitud religiosa que distingue en el Antiguo Testamento al hombre justo y sabio del impío y necio.

El segundo malhechor, conocido en la piedad popular como “el buen ladrón”, muestra que es consciente de haber sido condenado justamente por una culpa que él mismo cometió y, al mismo tiempo, demuestra saber que la de Jesús es la condena de un inocente (v. 41). A diferencia del pueblo y de los jefes que piden la crucifixión (Lc 23,18.20.23), este malhechor reconoce en Jesús a un condenado sin culpa.

Habiendo llegado al final de su vida, se dirige directamente a “Jesús” (v. 42), en un modo un tanto insólito para dirigirse a él, ya que cuando alguno lo llama por su nombre es siempre acompañado de algún título: “Jesús, Maestro” (Lc 17,13), Jesús de Nazaret (Mc 1,24), Señor Jesús (Hch 7,59).  Le pide que se “acuerde” de él. El verbo “recordarse” pertenece al ámbito de la oración judía, en la cual el orante se dirige a Dios para que intervenga en su favor. Aquel malhechor, no sólo manifiesta una confianza incondicional en Jesús, sino que al mismo tiempo lo reconoce como Mesías, a diferencia de los otros que se burlan.

Si la petición de aquel bandido arrepentido parece orientarse al futuro (v. 42: “Jesús: acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino”), Jesús le asegura la salvación en el momento presente (v. 43: “Yo te aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso”). El término “hoy” tiene un valor importante en la teología de Lucas, quien insiste en mostrar que la salvación de Jesús es eficaz y efectiva en el presente. Los pastores anuncian el nacimiento de Jesús diciendo: “Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Cristo Señor” (Lc 2,11). Jesús mismo se presenta en la sinagoga de Nazaret, al inicio de su misión, diciendo: “Esta Escritura que acabáis de oír, se ha cumplido hoy” (Lc 4,21). El tiempo de la salvación es el hoy de cada día. Incluso el momento mismo que precede a la muerte es tiempo de salvación. En ese último instante el hombre puede pedir perdón y acoger la salvación en su último y extremo hoy. Jesús, el Mesías, puede conceder el perdón a un condenado a muerte que se arrepiente en el último instante de su existencia.

Mientras aquel condenado a muerte le pide a Jesús que se acuerde de él cuando venga en “su Reino”, Jesús le promete el “paraíso”. El término “paraíso” (griego: paradeisos) es de origen persa y significa “jardín”, “recinto”. En la Biblia griega de los LXX con este término se designa al jardín de Génesis 2-3, mientras en la literatura apocalíptica designa el contenido de la esperanza escatológica. En el evangelio de Lucas, el “paraíso” corresponde claramente al Reino eterno, en donde el hombre podrá vivir en comunión eterna con Jesús el Resucitado.

La salvación inaugurada por Jesús, Mesías y Rey, no consiste en bajar de la cruz y salvarse a sí mismo, sino que se realiza con el inicio del tiempo de la reconciliación. La imagen de Jesús Rey no es la de un vencedor o un poderoso, exento de sufrimientos, sino la de alguien que, viviendo y anunciando fielmente el proyecto divino de amor y de justicia, llega a ser víctima de la injusticia y de la violencia humana. Jesús Rey, sin embargo, no muere lanzando palabras de condena y de odio, sino ofreciendo el perdón sin límites, ya que nunca es demasiado tarde para alcanzar de él la salvación.


Mons. Silvio José Báez Ortega
Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Managua
Managua, República de Nicaragua

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