En un niño infante, la palabra expresa a Dios… y cautiva
Navidad 2010. Misa del día
En un niño
infante, la palabra expresa a Dios… y cautiva
Infante se usa como sinónimo de niño, pero significa
el que no habla. En aquel Niño recién nacido, todavía infante, el Verbo de Dios
habla, se expresa, grita. Navidad es tiempo
de escucha. San Juan, en su evangelio, no nos cuenta cómo fue el nacimiento
de Jesús, sino que interpreta su significado. El niño de los otros evangelios
es para Juan el Verbo (la Palabra) de Dios que se ha hecho hombre. El evangelio
de la Misa del día nos da esta visión teológica, profunda, del misterio de la
Navidad. Pero vamos a acercarnos antes a
las dos primeras lecturas.
¡Qué hermosos son los pies del mensajero que trae la
buena noticia!
La lectura del profeta Isaías se abre con estas
palabras. Un mensajero trae la buena noticia. Ese mensajero podemos ser tú y yo. Pero primero es El. Sí, el Niño. Es el mensajero del Padre. Trae la
mejor noticia, aunque no sea para muchos la más agradable sensiblemente. Pregona
la salvación: Dios vuelve a su pueblo. Dios
quiere volver a tu vida, como en los mejores tiempos. El regresa del
destierro con su pueblo. Rescata y consuela. Va a descubrir “su santo brazo”,
es decir, su poder, a la vista de todas las naciones. “La tierra entera verá la
salvación que viene de nuestro Dios”. El Niño es mensajero y protagonista de esta
victoria. Como el pueblo judío, como las ruinas de Jerusalén, podemos también
nosotros gritar alborozados. Realmente Dios es el más interesado en mostrarnos
su poder levantándonos de nuestras ruinas (cada quien conoce las suyas). ¿Le
dejaremos construirnos? ¿Le dejaremos rescatarnos? ¿Aceptaremos su consuelo? O
¿nos basta con tener bonita la fachada aunque por dentro haya tanta ruina y
desastre? ¿nos pasa como a los niños muy pequeños que con poco nos consolamos…
aunque al momento volvemos a estar insatisfechos? Navidad es tiempo de rescate, de consuelo, de victoria, de
reconstrucción personal.
De distintas maneras habló Dios. Ahora nos ha hablado
por medio de su Hijo
Muchos mensajeros hubo en el Antiguo Testamento.
Muchos profetas. De muchos modos ha
hablado –y sigue hablando- Dios a la humanidad: por la grandeza de la
creación, por los deseos profundos del corazón de cada ser humano, por las
grandes intuiciones de tantos pensadores que buscaban la verdad y de las
religiones antiguas, por los profetas de Israel. Y todavía hay gente que dice no
lo escucharlo por ninguna parte… La culpa será de su sordera, no de Dios. O,
como dicen, “no hay peor sordo que el que no quiere oír…”
Ahora nos habla
por medio de su Hijo. Navidad es tiempo de escucha.
El Niño habla. Nos dice tanto… Con palabras y sin ellas. “A Dios nadie lo ha
visto jamás. El Hijo unigénito es quien nos lo ha dado a conocer”. El es el
Hijo, imagen fiel del ser del Padre, resplandor de la gloria de Dios,
escuchamos en la carta a los Hebreos. Navidad
es tiempo de contemplación de la belleza de Dios. Si todos los niños son
bellos para sus madres, éste es el más bello de los hijos de Adán. Es el Hijo
de la Belleza increada y de la llena de gracia. Aunque la belleza de este Niño sólo se puede contemplar con los ojos de la fe
y la mirada del corazón. Un Niño que “sostiene todas las cosas con su
palabra poderosa”. Parece increíble. ¿Cómo es eso? Sólo tomados de su mano nos mantenemos en una vida auténticamente
humana, o sea, en una vida divina.
Ahora, sigue diciendo la carta, “está sentado a la
derecha de la majestad de Dios”; el que nació en un establo y a quien los
ángeles anunciaron, está “encumbrado sobre los ángeles” y ellos lo adoran. Navidad es tiempo de rebajarse, con la
esperanza de que Dios nos levantará. Navidad
es tiempo de adoración. Adoremos la grandeza de Aquel que se hizo el último
de los hombres. “Un día sagrado ha brillado para nosotros –dice el verso de
aclamación antes del evangelio-. Vengan naciones y adoren al Señor, porque hoy
ha descendido una gran luz sobre la tierra”.
En el principio ya existía la Palabra. Estaba con
Dios. Y era Dios
El Niño es la
Palabra, el
Verbo. El Niño nacido de María
existe desde toda la eternidad. Es Dios. En el principio Dios creó los cielos y
la tierra. Ahora la encarnación del Verbo es un nuevo comienzo y una nueva
creación. Por medio de él se hizo todo al principio y ahora, una vez encarnado,
todo lo hace nuevo. En la Palabra había
vida y luz. Y como vida y luz vino a los hombres, pero la tiniebla no la
recibió. Vino al mundo y el mundo no la
conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron. El misterio de la
cruz.
San Juan presenta, en la primera parte del texto
evangélico que hoy escuchamos, a la Palabra rechazada. Cuando Juan escribe su
evangelio ya todo estaba cumplido. Sin embargo, no hace otra cosa que decirnos
lo mismo que san Mateo cuando relata la persecución de Herodes contra el Niño y
sus deseos de matarle. Vino al mundo y el mundo no lo conoció. Hoy viene al mundo y al mundo no le
interesa conocerlo. Cualquier noticia de “corazón corazón” interesa más. Peor todavía: vino a su casa y los suyos no
la recibieron. Esto es realmente trágico. Deberíamos derramar lágrimas. El
evangelista se refiere en primer lugar a los judíos. Pero ahora los suyos somos nosotros, los
bautizados. Una advertencia para
nosotros. ¿Y tú? ¿Lo vas a recibir?
A quienes lo recibieron les da poder para ser hijos de
Dios, si creen en su nombre
A quienes lo recibieron… ¿Y cómo recibirlo? Ya sabes: creyendo, amando, escuchando. Buscándole
allá donde sabemos seguro que se nos muestra: en la celebración de los
sacramentos, en los pastores de la Iglesia, en los pobres, en los
acontecimientos… Navidad es tiempo para recibirle y así poder ser más hijos, mejores hijos, de Dios. Esta es nuestra mayor
dignidad. Te recuerdo las palabras de san León Mago: “Reconoce cristiano tu
dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no
pienses en volver, con un comportamiento indigno, a las antiguas vilezas. No
olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y
al reino de Dios” (Sermón 1 en la Natividad del Señor).
Más adelante dice Juan que “de su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia, porque la
gracia y la verdad vinieron por Jesucristo”. Reconozco que estas palabras:
gracia, verdad, pueden tal vez dejarnos indiferentes, fríos, incluso a los
creyentes. Cuando oímos gracia, o no
pensamos en nada o en algo chistoso o, los viejos (“oiga ¿cuál es su gracia”?), en un simple nombre. Gracia es el don gratuito que Dios nos hace
de sí mismo. Se nos da y nos diviniza. Pídele al Señor que estos conceptos,
que expresan las realidades más trascendentales y bellas, te digan algo, te
digan mucho, susciten en tu corazón emoción, deseo, esperanza. Y esa verdad no es simplemente sinceridad o
algo palpable, visible, sensible, sino realidad plenificante; realidad tal
vez invisible (recuerda aquello de que “lo esencial es invisible a los ojos”)
que me hace crecer en mi verdadera personalidad, en mi esencia de criatura
llamada a ser Dios por participación y feliz por toda la eternidad.
Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos
visto su gloria
Sigue hecho carne. Lo veremos un día. Habita entre
nosotros. En cualquier lugar podemos encontrarlo. Hasta dentro de nosotros
mismos. Podemos verlo, palparlo con
nuestras propias manos, escucharlo.
Podemos incluso comerlo. Hemos visto su gloria. Gloria, otra de esas palabras que apenas
nos dicen algo… Nombre de mujer, fama, éxito, felicidad… En un hombre es
posible ver la gloria de Dios, el reflejo de su ser. Sólo sabrás si has contemplado la gloria de Dios por sus efectos:
habrás quedado extasiado, cautivado, ya
no serás la misma. Y los demás lo notarán…
Padre Jesús Hermosilla
Publicar un comentario