Domingo de Ramos en la Pasión del Señor - Homilia Padre Jesús Hermosilla
Con la celebración del Domingo de Ramos entramos en la Semana Santa que tiene su culmen en el Triduo pascual (desde el jueves por la tarde hasta el domingo) de la pasión, muerte, sepultura y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. El nombre completo que la Iglesia da a este domingo es “Domingo de Ramos en la Pasión del Señor” porque Jesús es aclamado al entrar en Jerusalén, pero unos días después va a ser crucificado. La Iglesia nos presenta este domingo una panorámica de todo lo que vamos a contemplar estos días. Jesús entra en Jerusalén para morir por todos y cada uno de los seres humanos, para entregar su vida por nuestros pecados y para darnos vida eterna. Quienes le acompañamos ahora celebrando aquellos hechos somos invitados a participar de su muerte, renunciando a nosotros mismos, especialmente al pecado, y de su resurrección.
¡Hosanna! ¡Viva el Hijo de David!
Jesús, que ha evitado durante sus años de vida pública todo gesto de exaltación hacia él, deja ahora que la multitud le aclame. La suerte está ya echada. Su hora ha llegado. Conoce también lo voluble del corazón humano: algunos de los que hoy le aclaman van a gritar crucifícalo unos días más tarde. Las circunstancias exteriores no determinan su modo de actuar, lo que le importa es llevar hasta el fin el encargo de su Padre. Ni las aclamaciones de hoy lo van a exaltar ni las bofetadas y escupitajos del viernes lo van a deprimir. No es que Jesús sea insensible, es sencillamente que vive a otro nivel.
Ahora ya resucitado, nuestras aclamaciones con ramos, con palmas y con cantos tienen mayor sentido. Sabemos mejor a quién y por qué lo aclamamos. Aquellos judíos le llaman “hijo de David”, “el que viene en nombre del Señor”, “el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea”. Nosotros conocemos mejor toda su grandeza. Por mucho que digamos de él, por mucho entusiasmo que pongamos en aclamarle, por muy solemne que sea nuestra procesión, sabemos que nos quedamos cortos. Y sin embargo, nuestra celebración litúrgica, por muy sencilla que sea, nos pone en contacto con Su misterio, nos introduce en su secreto, nos une a Él y a su Padre.
Aclamémosle con todo nuestro ser. Ahora está sentado a la derecha del Padre con poder y gloria. Recordamos al que entró en Jerusalén montado en un borrico y fue aclamado por la multitud con vítores y palmas, pero adoramos y glorificamos al Resucitado, al Rey del universo, al Juez de vivos y muertos, a nuestro Señor Jesucristo. Como nos dice san Andrés de Creta, “corramos a una con quien se apresura a su pasión y no para extender a su paso ramos de olivo, sino para prosternarnos nosotros mismos con la disposición más humillada de que seamos capaces … No poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas inertes, sino revistiéndonos de su gracia. Así debemos ponernos a sus pies”.
No aparté mi rostro de insultos y salivazos
Estaba escrito “tu rey viene a ti, apacible y montado en un burro”, pero también “no aparté mi rostro de los insultos y salivazos”. Jesús entra en Jerusalén para morir y resucitar. Y con esa actitud hemos de entrar nosotros con él. El ya pasó, ahora nos toca a nosotros. La procesión con la que iniciamos esta Semana nos lo recuerda. Somos su pueblo, sus discípulos, y ya sabemos que por donde ha pasado el maestro hemos de pasar sus seguidores.
Terminada la procesión con las palmas, iniciamos la celebración de la Palabra, centrada toda ella en la pasión. Primero escuchamos un fragmento de uno de los llamados “Cantos del Siervo de Dios” del libro de Isaías, unos poemas que describen la humillación y sufrimientos del mesías junto con su triunfo. Respondemos a esta lectura con el salmo 21. También este salmo, que Jesús rezó o empezó a rezar en la cruz, se ve cumplido en él: persecución, deshonra, abandono y gloria.
Se humilló hasta la muerte de cruz … Dios lo exaltó sobre todas las cosas
Tal vez ningún otro texto resume tan bien toda la trayectoria de Jesús, desde su encarnación hasta su glorificación, como el himno del capítulo 2 de la Carta a los Filipenses del apóstol Pablo. Jesús es aquel que se “anonadó a sí mismo tomando la condición de esclavo”: se hizo nada, el último. “Se humilló a sí mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte y una muerte de cruz”: se rebajó hasta llegar a la muerte más humillante de aquel tiempo, la crucifixión; aceptó las humillaciones que nos describen los relatos de la pasión: la traición del discípulo, la negación y abandono de los otros, la afrenta de ser maniatado como un malhechor, abofeteado, escupido, aceptó la burla de Herodes y de los soldados, los insultos y salivazos, el juicio injusto, la flagelación, la corona de espinas, las burlas e ironías ya clavado en la cruz…
“Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús, toda rodilla se doble, en el cielo y en la tierra, y toda lengua proclame que Jesucristo es el Señor”. El humillado fue glorificado. Ante él doblamos la rodilla, le adoramos, y confesamos que Él es el Señor. La Semana Santa es tiempo privilegiado para contemplar despacio estas realidades. Días para compartir la experiencia del humillado y escarnecido, de modo que también podamos compartir su triunfo y recibir su Espíritu.
Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, expiró
Este año escuchamos la Pasión según san Mateo. Te invito a leerla completa los próximos días. Léela despacio, detente a examinar las actitudes, acciones y reacciones de cada uno de los personajes que van apareciendo, ponte en su lugar y mira hasta qué punto coincides con ellos. Sobre todo, contempla a Jesús: lo que dice, lo que hace, sus actitudes. Te indico algunas de las peculiaridades del relato de san Mateo.
San Mateo trae más detalles sobre Judas, sobre todo su trágico fin y el destino que dieron al dinero recibido por traicionar a Jesús. El evangelio pone en contraste la actitud desesperada de Judas y el arrepentimiento de Pedro. Pedro es débil, pero ama a Jesús. Judas da la impresión de haber dejado de creer en Jesús desde hace algún tiempo. Pedro es humilde, Judas orgulloso. También para aceptar el perdón de Dios se necesita humildad.
Las tentaciones que, escuchábamos el primer domingo de cuaresma, hubo de soportar y vencer Jesús al comienzo de su vida pública, las vemos ahora de nuevo cuando está en la cruz. No fue “la última tentación” la que presentaba una película hace años (es de sentido común que un hombre clavado en una cruz no está para esos pensamientos), sino éstas que relata san Mateo: “sálvate a ti mismo; si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz”, “no puede salvarse a sí mismo; si es el rey de Israel, que baje de la cruz y creeremos en él”, “ha puesto su confianza en Dios, que Dios lo salve ahora, si es que de verdad lo ama”. Jesús podía haber bajado de la cruz, nosotros seguramente lo hubiéramos hecho y haberles dado una lección. ¡Qué grandeza la de Jesús!
San Mateo cuenta que, una vez enterrado Jesús, los sumos sacerdotes y fariseos pidieron a Pilato que asegurara el sepulcro con una guardia no fueran los apóstoles a robar el cuerpo… ¡Para robar cadáveres estaban ellos…! El sepulcro quedó sellado y bien vigilado. Pero –así son las cosas de Dios- la prueba más segura que esperaban tener contra la resurrección se volvió en la mejor evidencia cuando Jesús resucitó. Le pedían señales espectaculares cuando estaba en la cruz y Jesús calló, ahora sin quererla ni buscarla van a tener la señal más impresionante de la personalidad de Jesús y de su propio pecado.
Busca un ambiente que te ayude a contemplar y celebrar esta Semana Santa el misterio pascual de Jesucristo. Entra en Jerusalén y quédate ahí estos días. No te arrepentirás. Él no decepciona.
Padre Jesús Hermosilla
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