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Homilía del Padre Jesús Hermosilla - DOMINGO XXIII DEL Tiempo Ordinario ciclo A


BÚSCATE ALGUIEN QUE TE DIGA TUS DEFECTOS
Centinelas para el mundo

El profeta Ezequiel recibe del Señor una palabra que confirma su vocación: “a ti, hijo de hombre, te he constituido centinela”. ¿Para qué? Para que “cuando escuches una palabra de mi boca, se la comuniques a mi pueblo”. Hoy, la Iglesia entera y cada uno de sus miembros, pastores y fieles, somos esos centinelas en medio del mundo, puestos para comunicar la Palabra que escuchamos de la boca de Dios y para “amonestar al malvado para que se aparte del mal camino”. Una misión que viene urgida por una advertencia: “yo te pediré a ti cuentas de su vida”. Somos los unos co-responsables de los otros. Nada ni nadie puede resultarnos indiferente. Aquello de “¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?” esconde una complicidad culpable. Me vienen a la mente las palabras de san Agustín en su célebre sermón sobre los pastores, cuando dice: “’¿A mí que me importa? Que haga cada uno lo que quiera…’ ¿Con que para ti todo está bien, si cada uno tira por donde puede? No seré yo quien te dé responsabilidad alguna, no eres más que uno de tantos. Cuando un miembro sufre, todos sufren con él” (Sermón 46, 6-7).
Puede parecer pretencioso o incluso anacrónico e improcedente este cometido, en estos tiempos de “respeto y tolerancia a las opiniones ajenas”, “sálvese quien pueda” y “cada uno haga con su vida lo que quiera”. Ciertamente  no es “política ni socialmente correcto”. Pero sigamos escuchando a san Agustín: “Además las ovejas son obstinadas. Cuando se extravían y las buscamos, nos dicen, para su error y perdición, que no tienen nada que ver con nosotros. “¿Para qué nos queréis? ¿Para qué nos buscáis?”. Como si el hecho de que anden errantes y en peligro de perdición no fuera precisamente la causa de que vayamos tras ellas y las busquemos. “Si ando errante –dicen-, si estoy perdida, ¿para qué me quieres? ¿para qué me buscas?”. Te quiero hacer volver precisamente porque andas extraviada; quiero encontrarte porque te has pedido. “¡Pero si yo quiero andar así, quiero así mi perdición!” ¿De veras así quieres extraviarte, así quieres perderte? Pues tanto menos lo quiero yo. Me atrevo a decirlo, estoy dispuesto a seguir siendo inoportuno … Tú quieres extraviarte, quieres perderte, pero yo no lo quiero. Y, en definitiva, no lo quiere tampoco Aquel a quien yo temo. Escucha lo que dice: no recogéis a las descarriadas ni buscáis a las perdidas. ¿Voy a temerte más a ti que a él mismo? De manera que seguiré llamando a las que andan errantes y buscando a las perdidas. Lo haré, quieras o no quieras. Y aunque en mi búsqueda me desgarren las zarzas del bosque, no dejaré de introducirme en todos los escondrijos” (Sermón 46, 14-15). ¿No crees que, dejando a un lado ciertos modos de expresión, son plenamente válidas hoy estas ideas de san Agustín? A mí me parece que no tienen desperdicio. Otra cosa es aquello de ¿y quién le pone el cascabel al gato?
Es verdad –más adelante volveremos sobre ello- que esta misión requiere de humildad y valentía y, sobre todo, de mucha docilidad a la voz de Dios y al impulso de su Espíritu para saber discernir en cada momento y situación lo más conveniente. Y esto pide mucho espíritu de escucha. No es casualidad que los versículos del salmo elegidos para después de la primera lectura sean aquellos que nos invitan a no endurecer el corazón, a estar a la escucha de Dios y a acercarnos a él, aclamarle, adorarle y bendecirle, es decir, a un clima de oración litúrgica y privada propicio para la escucha.
Si tu hermano comete un pecado, ve y amonéstalo a solas
La misión del Libro de Ezequiel toma un nuevo matiz en el evangelio. Jesús recomienda a sus discípulos la práctica de lo que hoy llamamos “la corrección fraterna” o, en palabras de una de las catorce obras de misericordia, “corregir al que yerra”: “si tu hermano comete pecado, ve y amonéstalo a solas. Si te escucha, habrás salvado a tu hermano”. Este consejo o mandato de Jesús no podemos dejarlo caer en saco roto, tiene tanta validez como cualquier otro de los muchos que nos dejó: hacer limosna, orar con perseverancia o perdonar setenta veces siete. ¿Que es difícil o complicado llevarlo a la práctica? Tal vez no tanto. Desde luego, imposible no es, porque Jesús no manda imposibles. Como con cualquier otro consejo de Jesús,  el ponerlo en práctica es una gracia suya que hay que pedir y esperar. Por supuesto, llevarla a la práctica requiere ciertas condiciones que indicaremos brevemente.
Pero antes, veamos lo que no debemos hacer (que general y desgraciadamente es lo que hacemos). Una actitud posible, sobre todo cuando el asunto no nos afecta directamente, es la indiferencia (“allá cada quien con su vida”). La indiferencia es mala, ya lo hemos visto en los textos de san Agustín, y responde a una concepción individualista y nada cristiana de la vida, de los demás y los vínculos que nos unen con ellos. Tampoco es bueno el juicio, la crítica a espaldas del interesado, el comentario con otros, la murmuración, que muchas veces es difamación. Ni la ironía y la burla, por supuesto. El modo como los medios de comunicación transmiten muchas noticias que afectan a la privacidad de las personas o noticias públicas pero juzgadas despiadadamente se nos ha contagiado. Tampoco es cristiana la desafección hacia las personas: pasamos de la amistad a la indiferencia o a la enemistad, dejamos crecer los resentimientos, oímos tal o cual cosa y el que antes nos caía bien ahora nos cae mal y sentimos hacia él rechazo. Por supuesto, no es buena la violencia verbal, ese echarle en cara al otro, con ira, lo que nos parece que está haciendo mal, motivado más por el propio malestar que por su bien.
La corrección fraterna ha de ser un acto de amor. San Pablo nos recuerda, en la segunda lectura de hoy, que “no debamos a nadie nada más que amor” y que el que ama de verdad al prójimo cumple toda la ley, pues todos los mandamientos se resumen en amor al prójimo como a uno mismo. Toda supuesta corrección fraterna que no brote del amor sincero al prójimo está condenada al fracaso (a no ser que el otro esté ya, si no en la última cumbre, al menos cerca de la santidad). Y ha de ir acompañada del amor, es decir, hecha con mansedumbre, con prudencia, con delicadeza, sin juzgar ni condenar, recordando aquello de ver primero la viga en el propio ojo, antes de querer quitar la paja del ojo del prójimo. Por tanto, sin hipocresía ni paternalismo. Quien corrige ha de estar dispuesto también a dejarse corregir. Habría de ir precedida y seguida de la oración. Si no la vamos a hacer así, mejor no hacerla; oremos y ayunemos por el hermano.
Con todo, aun bien hecha, no está del todo garantizado el éxito, pues queda la libre aceptación o no del corregido. Jesús presenta tres etapas o fases, lo cual nos indica que no hay que darse por vencidos ante el primer fracaso. Primero a solas. “Si no te hace caso, hazte acompañar de una o dos personas. Si ni así te hace caso, díselo a la comunidad”. Y como penúltimo recurso, la separación. Tal vez a esto se refiere Jesús cuando, después, dice a los apóstoles que lo que aten en la tierra quedará atado en el cielo y al revés: les da autoridad para separar de la comunidad a quien no ha querido aceptar la corrección. Digo que es penúltimo (o anteúltimo) recurso porque siempre queda la oración, de la que va a hablar Jesús a continuación: “si dos de ustedes se ponen de acuerdo para pedir algo, sea lo que fuere, mi Padre celestial se lo concederá”; ya se supone que es oración hecha en su nombre, en su presencia. Este recurso siempre es indispensable; a veces, de momento, es el único, hasta ver cómo actuar.
La corrección fraterna viene unas veces exigida por la justicia: así, por ejemplo, los padres tienen la obligación de corregir a sus hijos o los pastores (obispos, párrocos, responsables de movimientos o grupos) a quienes les han sido encomendados. Y otras veces por la caridad.
Renunciemos a esa convicción de que ponerla en práctica es imposible. Empecemos a practicarla con los cercanos, con quienes tenemos más confianza. Busquemos alguien que nos corrija. Haremos y nos hará mucho bien. Santa Catalina de Siena se atrevía hasta a corregir al Papa.

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