HOMILÍA DEL PADRE JESÚS HERMOSILLA - DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A
DOMINGO XXXIII DEL TO – A
Nos acercamos ya al final del Año
litúrgico y la liturgia nos invita a mirar hacia las realidades últimas,
llamadas “escatológicas”, que son objeto de nuestra esperanza. Pero la
esperanza cristiana no es un simple estar a la espera, sino una espera activa.
La parábola de las diez jóvenes lo expresaba con la imagen de la lámpara
encendida, llena de aceite, confirmación de sensatez y sabiduría, la parábola
de los talentos, que escuchamos este domingo, lo hace con la exhortación al
trabajo, poniendo a valer los dones y cualidades recibidos.
Saben perfectamente que el Día
del Señor llegará como un ladrón en la noche
Son palabras de san Pablo en su
primera carta a los cristianos de Tesalónica. El Día del Señor, es decir, el
día de la Venida gloriosa de nuestro Señor Jesucristo, llegará de improviso. Un
cristiano es alguien que vive esperando el retorno del Señor, la llegada del
Esposo. Si otras épocas vivieron, en cierto modo, obsesionadas con esta venida,
nuestro tiempo se ubica en el extremo opuesto; incluso los creyentes podemos
olvidarnos de esta realidad, a lo más pensar algo en la muerte, pero dejando de
lado el evento universal de la Parusía. No hace así la liturgia de la Iglesia,
que empieza y cierra el año litúrgico invitándonos a considerar estas
realidades. De un modo u otro, todo el mes de noviembre y las primeras semanas
del adviento, ya bien iniciado el mes de diciembre, nos ponen delante la venida
gloriosa del Señor y los eventos conexos con ella: el juicio final, la
resurrección de los cuerpos, la transformación de todo el universo. No es
evasión pensar, meditar, de vez en cuando en estas realidades; contemplarlas
nos llevará a plantearnos adecuadamente nuestro punto de vista sobre la vida,
el mundo, el trabajo, las demás personas y el quehacer diario.
Para s. Pablo, las consecuencias
que implica tomarse en serio la llegada de la Parusía son las siguientes: no
permanecer dormidos, sino vigilantes, no vivir en tinieblas sino como hijos de
la luz e hijos del día y vivir sobriamente. Qué pueda significar para ti cada
una de estas actitudes es cosa que tú mismo has de pensar. Vigilancia puede
expresar, en primer lugar, la atención al Señor, la importancia de Dios en la
propia vida. Vigilancia puede ser también el cuidado de la oración, la lectura
de la Palabra, la Eucaristía, la Penitencia…, la atención al Señor, presente en
los hermanos, en la vida cotidiana de trabajo y familia. Salir de las tinieblas
y vivir en la luz supone la superación del pecado y la perseverancia en los
caminos del seguimiento del Señor. Vivir sobriamente implica no dejarse
absorber por las realidades de este mundo y los bienes materiales, es decir, la
pobreza de espíritu y el desapego.
Una mujer hacendosa ¿quién la
hallará?, vale mucho más que las perlas
El Libro de los Proverbios
presenta, de acuerdo a los esquemas de la época en que fue compuesto (siglo
VI-V antes de Cristo), la imagen de la mujer ideal (la perfecta ama de casa).
Podemos pensar que los detalles han cambiado, pero no así el contenido
fundamental. Igualmente, aunque el ejemplo propuesto sea la mujer, tomando en
cuenta las debidas adaptaciones, sirve para los varones. No escuchamos todo el
poema sino sólo algunos versículos. En su conjunto, se trata del retrato de una
mujer trabajadora y emprendedora, con iniciativa, atenta a las necesidades de
su esposo, hijos e incluso del personal de servicio, al mismo tiempo que
abierta a los necesitados y los pobres, una mujer que afronta el futuro con
optimismo porque sabe ocuparse debidamente del presente. Su hablar es sabio y
amoroso. Es además persona religiosa, “temerosa del Señor”. La belleza física y
la gracia exterior son fugaces y engañosas, mientras que las cualidades
espirituales valen más y permanecen. Una mujer así no puede dejar de ser
alabada por todos.
¿Cuál es hoy el prototipo del
hombre y de la mujer ideal? Tal vez diremos que eso depende de para qué, porque
no es lo mismo el hombre o mujer que buscamos para casarnos que para
contratarlo como trabajador o como consumidor de nuestros productos. De todos
modos, los valores que destacan hoy son los pragmáticos y los sensitivos y
emotivo-sentimentales. Prima la superficialidad, la belleza física y la
simpatía temperamental, el pragmatismo. Si bien, a la hora de la verdad,
exigimos cualidades más profundas que tal vez no nos pueden dar. Está claro que
se da más importancia a la apariencia y al hacer que al ser. Y no hablemos ya
de la fe y la espiritualidad: son valores que apenas interesan. Por eso, nos
encontramos con personas muy capacitadas en algunos aspectos (intelectuales,
científicos, profesionales) y tremendamente inmaduras en otros
(humano-personales, afectivos, espirituales).
Un hombre llamó a sus empleados y
los dejó encargados de sus bienes
Al escuchar la parábola llamada
de “los talentos” no hemos de pensar sólo en ciertas cualidades de tipo natural
y otras oportunidades humanas, logradas gracias a la educación, el país o la
familia en la que hemos nacido u otras circunstancias sociológicas, sino en los
dones espirituales, sobrenaturales, recibidos en el bautismo y en la vida
eclesial posterior. En todo hemos de ver la mano de Dios. Todos son “talentos”
que Dios nos ha confiado. ¿Qué hemos hecho con ellos? Habremos de darle cuenta
un día a Dios. Una interpretación demasiado literalista de la parábola podría
llevarnos a pensar que habla del buen uso de los bienes materiales, de la
profesión y de la buena producción y beneficios que hemos de conseguir. Pero no
es así. En definitiva, de lo que se trata es de que, cuando lleguemos al final,
nuestra personalidad de hijos de Dios se haya desarrollado plenamente y hayamos
dado los frutos que cabía esperar. Estos frutos, sobre todo en los laicos,
incluirán también su profesión y trabajo civil, su compromiso en el mundo, pero
sobre todo su familia y su propia persona.
Dice la parábola que aquel dueño
repartió a cada cual según su capacidad: a uno cinco, a otro tres y a otro uno.
Dios es justo, pero no igualitarista. Dios reparte sus dones, tanto naturales
como sobrenaturales, a quien quiere y cómo quiere, de manera desigual, y
nosotros no somos quién para pedirle cuentas. Sólo Él sabe lo que ha dado a
cada uno. Sobra, pues, toda comparación, toda evaluación superficial y todo
juicio sobre los demás. Cada quien examínese a sí mismo. Sobra también toda
envidia y sobra la pereza. Lo único que cabe es el agradecimiento y la
laboriosidad. Acción de gracias por los dones recibidos y por los dones que
vemos fructificar en nosotros mismos y en los demás. Empeño y compromiso por
“negociar” con ellos.
A veces el “negocio” estará,
paradójicamente, en renunciar a posibles bienes y valores materiales, incluso
en dejar sin desarrollar ciertas cualidades humanas, para concentrarse en lo
esencial, en “la mejor parte”, en los valores y frutos de la propia vocación.
Este “negocio”, en todos, requiere discernimiento, sabiduría espiritual, para
conocer cuál es “la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”
(Rom 12, 2), como dice Pablo. La parábola recrimina al empleado que ha tenido
escondido su talento y no ha negociado con él. Nada dice de la posibilidad de
haberlo malgastado o perdido, posibilidad también real en nuestra vida.
¡Cuántas personas pueden encontrarse, pasados los años, tal vez llenos de
éxitos profesionales, pero totalmente vacíos de los bienes de la fe! ¿Qué has
hecho de la gracia bautismal? ¿Qué has hecho del don y carismas del Espíritu
Santo recibidos en la confirmación? ¿Qué has hecho del sacramento del matrimonio?
La advertencia es para todos: no basta conservar (eso suena a lata) –el vínculo
matrimonial, el ministerio, la fe…-, sino desarrollar y fructificar. El Día del
Señor está cerca. El Señor desea, cuando llegue, poder decirte: “eres un
empleado fiel y cumplidor… Pasa al banquete de tu Señor”.
Padre Jesús Hermosilla
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