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HOMILÍA DEL PADRE JESÚS HERMOSILLA - II DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO B




DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO – B-

Jesús, el Hijo amado del Padre, sobre quien vimos, el domingo pasado, descender el Espíritu Santo, es también Aquel a quien Juan Bautista señala como “El Cordero de Dios” y a quien los discípulos del Bautista, tras un encuentro, al parecer, fascinante, van a seguir. Jesús no puede dejar indiferente a nadie. Haber realizado una experiencia de encuentro personal con Él, marca para siempre y obliga a realizar una revisión o incluso dar un giro de ciento ochenta grados a la propia vida. Uno no es propiamente cristiano hasta que, ya joven o adulto, haya realizado esta experiencia.

Una de las dimensiones de la personalidad que necesariamente ha de ser vista y vivida de modo particular –de manera diferente a como la ven y viven quienes no tienen fe en Cristo- es la relacionada con el amor y la sexualidad. Este domingo, en la segunda lectura, san Pablo aborda un aspecto de esta realidad. (A lo largo de este año, al menos durante los domingos del tiempo ordinario, voy a centrar esta reflexión en la segunda lectura; al revés de como se suele hacerse, tratar prioritariamente de la primera y el evangelio y sólo tangencialmente de la segunda, desarrollaré fundamentalmente el contenido de la segunda y sólo de manera pasajera el de las otras dos). Por eso, la reflexión de hoy bien podría llevar por título “Sexualidad y seguimiento de Cristo”.

Se dice que, en tiempos pasados, digamos unos cincuenta años hacia atrás, las predicaciones tenían un fuerte contenido moralizante y trataban frecuentemente de la pureza y la castidad, al mismo tiempo que denunciaban la inmoralidad de las costumbres en todo lo relacionado con el sexo, el noviazgo y el matrimonio, y que después, sobre todo después del concilio Vaticano II, esta materia desapareció casi completamente de las catequesis y predicaciones, paradójicamente justo cuando irrumpió con fuerza en la sociedad civil occidental la llamada “revolución sexual”. No se puede generalizar, pero ciertamente hay mucho de verdad en ello, aunque también es verdad que, si las homilías dominicales se han de centrar en los textos de la Liturgia de la Palabra, no hay muchas ocasiones en que las lecturas dominicales se presten para ello. No es este el lugar para analizar las causas de estos hechos (la poca predicación sobre este tema y la relativa escasez de lecturas litúrgicas sobre él). Hoy, como ya he indicado, la segunda lectura está centrada en el buen o mal uso de la sexualidad y de ello vamos a tratar. 

El cuerpo no es para la fornicación sino para el Señor

En el pasaje que hoy escuchamos únicamente se aborda el tema de la fornicación, es decir, las relaciones sexuales entre solteros, novios incluidos. Sin embargo, san Pablo, en esta misma carta primera a los corintios y en otras de sus cartas, trata otros asuntos de moral sexual y conyugal. El principio que nos da el apóstol: “el cuerpo no es para la fornicación sino para el Señor”, podemos ampliarlo diciendo que “el cuerpo no es tampoco para el adulterio, ni para la prostitución, ni para las relaciones homosexuales, ni para la felación (sexo oral), ni para la masturbación, ni para la pornografía…, sino para el Señor”. “Pero –tal vez estés pensando- ¿entonces qué está permitido? Si eso hoy lo hace todo el mundo, si no está mal visto, si los psicólogos dicen que es normal, si hasta la profesora de religión le ha enseñado a mi hija que no es pecado…” Ya te he dicho antes que un verdadero encuentro con Cristo da un giro a toda nuestra manera de pensar y de vivir y que un tema en que se ha de notar hoy especialmente es el del amor y la sexualidad.

Cuando san Pablo evangelizaba, en la sociedad pagana de su tiempo, ya estaban extendidas todas las inmoralidades sexuales que hoy se realizan y justifican –no hay nada nuevo bajo el sol-, pero quienes las practicaban era gente pagana, mientras que hoy son, en gran medida, bautizados. Precisamente una de las diferencias más notables entre un cristiano y un pagano era su modo de entender y vivir el matrimonio y la sexualidad. Por eso, es inútil generalmente discutir de estos temas y defender la moralidad cristiana con personas que no conocen a Jesucristo o no le siguen, a pesar de que son asuntos de moral natural, es decir, que se pueden percibir con la sola inteligencia razonando rectamente. Hay que hacerlo –defender y exponer, mejor sin discutir-, pero sin esperar que sean entendidas ni aceptadas nuestras convicciones.

¿No saben que sus cuerpos son miembros de Cristo? ¿No saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo?

No tenemos espacio para tratar particularmente de cada uno de los desórdenes sexuales arriba mencionados ni de los argumentos de su inmoralidad, que varían en cada caso. Es claro que tanto la santidad como el pecado no afectan sólo al alma, sino al cuerpo. La persona es unión sustancial de alma y cuerpo. San Pablo nos da unas razones radicales, es decir, las que están en la raíz y que, por ser razones sobrenaturales, sólo si tu fe es firme podrás entenderlas y aceptarlas: tu cuerpo es miembro de Cristo, tu cuerpo es templo del Espíritu Santo, no eres dueño de ti mismo pues Dios te ha comprado a un precio muy caro.

Empecemos por la última. No nos pertenecemos. Primero porque quien nos ha dado la vida, en último término, ha sido Dios. Somos criaturas. Además, hemos sido comprados por la sangre de Cristo. Por tanto, no podemos hacer con nuestra persona, ni con nuestra vida ni con nuestro cuerpo lo que queramos, sino de acuerdo al proyecto de Aquel a quien pertenecemos. Dios ha hecho al ser humano varón y mujer, sexuados, para que puedan vivir, en el matrimonio, una relación de amor interpersonal, también corporal, abierto a la vida. La sexualidad no es independiente del amor y la vida ni únicamente para sacar placer. Por eso, según el proyecto de realización y felicidad de Dios para el ser humano, varón y mujer, sólo en el matrimonio hay un uso recto y santo de la relación sexual.

Añade además san Pablo que somos miembros de Cristo, de su Cuerpo místico, y templos del Espíritu Santo. También la dimensión corporal de la persona es sagrada. El cristiano que vive en gracia de Dios está inhabitado por la Santísima Trinidad y el Espíritu Santo mora en él como su principio vital, es decir, Aquel que está dándole vida eterna y siendo motor de todas sus acciones auténticamente cristianas. Por tanto, has de dejarte guiar y mover por Él y no por tus instintos o impulsos pasionales. Tu cuerpo puede expresar también, con una conducta adecuada, la santidad que el Espíritu Santo infunde en tu persona. Es más, puesto que eres miembro de Cristo y él es la Cabeza, también a tu sexualidad han de llegar los impulsos y orientaciones del Señor. El cuerpo de una persona casta expresa una belleza especial.

Glorifiquen, pues, a Dios con su cuerpo

Concluye el apóstol exhortándonos a glorificar a Dios con nuestro cuerpo. Evidentemente, se refiere a dar gloria a Dios llevando una conducta sexual adecuada según nuestro propio estado o condición. El dominio de sí mismo, tanto en la afectividad como en la sexualidad, que eso es la virtud de la castidad, glorifica a Dios. Tanto en la soltería como en el noviazgo o el matrimonio hay que dar gloria a Dios con el propio cuerpo viviendo adecuadamente el amor y la sexualidad y sus expresiones correspondientes. Los solteros y novios glorifican a Dios mediante la continencia o abstención y las expresiones moderadas de afecto, los esposos respetando, en sus relaciones sexuales, el amor, la fidelidad y la apertura a la vida.

En un sentido amplio, glorificamos a Dios con nuestro cuerpo cuando todas nuestras acciones corporales, lo que hacemos con las manos, los trabajos que realizamos, los lugares a donde vamos, el uso de la lengua, lo que comemos y bebemos, las miradas que dirigimos y los espectáculos que vemos, lo que escuchamos y hablamos… son moralmente buenas. Glorificamos a Dios con nuestro cuerpo también cuando, en la oración, le alabamos elevando los brazos o extendiendo las manos, cuando, arrodillados, le pedimos perdón o escuchamos con atención, sentados, su Palabra. Y sólo lo que glorifica a Dios puede hacer feliz al hombre.


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