II Domingo de Pascua – Homilía Padre Jesús Hermosilla
Permítanme comenzar con un recuerdo personal en este día de la beatificación de Juan Pablo II. Siete diáconos, de la diócesis española a la que pertenezco, tuvimos la suerte y la dicha de ser ordenados sacerdotes por él, en junio de 1980. Después de terminada la ceremonia de ordenación, llegó el Papa a la sacristía donde estábamos, situados en semicírculo, y fue pasando y saludando a cada uno, conversando unos momentos y dando tiempo a que se tomaran fotos. Cuando llegó a donde estaba yo -que tenía entonces veintitrés años y medio-, puso sus manos sobre mis hombros y me dijo bromeando: “joven, muy joven, ¿dieciocho años?”. ¡Demos gracias a Dios por su beatificación! ¡Volvamos a leer sus grandes encíclicas! ¡Demos gracias a Dios por este gran hombre, por este gran Papa, por este gran santo!
Dios de eterna misericordia que reavivas la fe de tu pueblo (oración colecta)
Fue precisamente Juan Pablo II quien quiso añadir a este Segundo domingo de Pascua el nombre de Domingo de la Divina Misericordia. Ciertamente es éste uno de los temas o, mejor, de las buenas noticias que nos da la Palabra de hoy: Dios es misericordioso. La misericordia del Señor es eterna, afirma varias veces el salmo 117, salmo pascual por excelencia que canta el Día que actúo el Señor, el día del triunfo del Señor, día de júbilo y de gozo. La oración colecta –la primera de la celebración- invoca a Dios como “Dios de eterna misericordia”. San Pedro bendice también a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, “por su gran misericordia” con nosotros haciéndonos renacer a una vida nueva.
Pero ¿qué es la misericordia? La palabra se ha formado de la unión de estas dos: miseria y corazón. Misericordia es, por tanto, tender el corazón hacia quien tiene algún tipo de miseria. Dios ha mostrado su misericordia a través de su Hijo Jesucristo. El hecho mismo de su encarnación ya fue un gesto de misericordia. En su vida pública se mostró misericordioso con los enfermos, los endemoniados, los pobres y, sobre todo, con los pecadores. Signo de misericordia fue haber elegido para apóstoles a pescadores, gente sencilla, al publicano Mateo e incluso a Judas. Palabras de gran misericordia fueron las que dirigió al “buen” ladrón: “hoy estarás conmigo en el paraíso” y la oración: “Padre, perdónales, que no saben lo que hacen”.
Los seres humanos somos, en general, poco misericordiosos, sólo afectiva o sensiblemente pero no efectivamente, incluso parcial o discriminadamente misericordiosos: nos duele la situación de un anciano abandonado, pero no hacemos nada por ayudarle, sentimos compasión por un enfermo, pero nos repugna un alcohólico, pedimos mejores condiciones para los hospitales, pero no para las cárceles, nos duele la pobreza de la pareja que vive en un rancho, pero nos resulta indiferente que vivan en concubinato o adulterio… A Jesús le duele toda miseria, pero sobre todo el pecado. Por eso, no curó a todos los enfermos ni dio de comer a todos los hambrientos ni resolvió los problemas políticos de su tiempo, pero sí predicó a todos la conversión y el perdón.
Por eso, transmitió a los apóstoles el poder de perdonar los pecados: “Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo. Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados les quedarán perdonados y a los que no se los perdonen les quedarán sin perdonar”. La Iglesia hace presente hoy, en el mundo, la divina misericordia; de muchos modos, en las muchas miserias, antiguas y nuevas, que sufren los hombres de hoy, pero, sobre todo, anunciando y ofreciendo a todos el perdón de los pecados. Si los hombres aceptaran ser perdonados de sus pecados, muchas otras miserias irían desapareciendo. Y si crecen los pecados, las demás miserias no sólo no desaparecen sino que se multiplican. La experiencia diaria lo confirma.
Alégrense, aun cuando ahora tengan que sufrir un poco (segunda lectura)
Será imposible que desaparezcan todas las miserias del mundo. Siempre habrá catástrofes naturales que afectarán a mucha gente, siempre habrá enfermedades, siempre habrá sufrimientos psicológicos (preocupaciones, angustias, duelos…) y, por supuesto siempre habrá pecado. Siempre habrá pequeñas o grandes injusticias, desigualdades, miserias humanas… porque cada generación que venga a este mundo, cada ser humano, habrá de recorrer su propio camino de lucha contra el pecado. Imaginemos, por un momento, que la humanidad se convierte a Dios y se superan muchas desigualdades económicas, mejora la atención sanitaria en todos los países, cesan las guerras, disminuyen notablemente los delitos, desaparecen estructuran sociales injustas… Este cambio no nos garantiza que cuarenta o cien años después las nuevas generaciones perseverarán en ese nivel espiritual. Además cada uno lleva su propio ritmo de crecimiento: cuando uno –supongamos, tal vez sea mucho suponer- ya es santo, hay otros que están empezando el camino de la conversión.
Siempre, de un modo u otro, tendremos que sufrir miserias, siempre tendremos necesidad de recibir misericordia y ocasión de ser misericordiosos. San Pedro nos exhorta a vivir alegres en medio de las tribulaciones y adversidades y a saber sufrir, como un modo de acrisolar la propia fe. Todas las miserias que hayamos de soportar (enfermedades, persecuciones, injusticias, humillaciones…) - cuanto menos culpables sean mejor- son una oportunidad privilegiada para que nuestra fe se purifique y se fortalezca. Incluso nos ayudarán a percibir, recibir mejor y agradecer la misericordia de Dios. Es verdad que para vivir esto se necesita ya tener bastante fe.
¡Dichosos los que creen sin haber visto! (evangelio)
Este domingo ha sido llamado también el domingo de Tomás o el domingo de la fe. Tomás no quiere creer que Jesús ha resucitado. “Hemos visto al Señor” le dicen los otros discípulos, llenos de alegría. Aquel cambio operado en sus compañeros debería haberle bastado para creer, pero no, Tomás quiere ver y tocar, quiere incluso meter su dedo en los agujeros de los clavos. A Tomás algunos lo utilizan para justificar su propia incredulidad: “yo, como santo Tomás, si no veo no lo creo”. Ciertamente podemos verlo como un símbolo de la incredulidad o increencia actual; los –digamos- intelectuales y científicos quieren ver con su inteligencia o con sus investigaciones históricas, biológicas, físicas… Hay algunos empeñados no en buscar con sinceridad la Verdad sino en conseguir pruebas “científicas” que demuestren que Dios no existe o, al menos, que no es necesario. Y respecto de Jesucristo hay un empeño persistente –diabólico- en demostrar que lo que la Iglesia cree y anuncia sobre Él es, en gran parte, mentira, sin fundamento histórico, o sólo una parte del verdadero Jesús que ahora ellos quieren presentar con “nuevos documentos históricos recientemente descubiertos” o con novelas presentadas como investigación histórica.
Y todos o la mayoría, un poco más o poco menos, queremos al menos ver a Jesús, tocarle, con sentimientos y experiencias espirituales: “que yo lo sienta…, que yo tenga una sanación…, que se me muestre aunque sea en un sueño…”. Hay un movimiento, incluso entre los católicos, de búsqueda de experiencias espirituales sensibles y gratificantes para creer o confirmar la propia fe en Jesús. Tomás lo único que quería era palpar sus llagas. Al menos Tomás nos enseña que a Jesús le vamos a ver y tocar mejor en las cicatrices de la pasión, en la propia cruz o en la cruz ajena, que en experiencias sensibles y sentimientos espirituales. Si no estamos todavía dispuestos para la dicha de creer sin ver, no le pidamos al Señor Resucitado milagros ni pruebas subjetivas sensibles, pidámosle únicamente que nos deje ver y tocar las huellas de los clavos y la lanza.
Padre Jesús Hermosilla
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