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Notas exegéticas - I Domingo de Adviento

Domingo I de Adviento
Ciclo A

Isaías 2,1-5
Romanos 13,11-14
Mateo 24,37-44


            El tiempo de aviento nos invita a descubrir la dimensión de eternidad ya existente en la marcha cotidiana de los acontecimientos, dimensión que se irá haciendo cada vez más explícita y densa, hasta manifestarse un día en toda su plenitud al final de los tiempos. Con la encarnación de Cristo, en efecto, Dios ha convertido la historia en escenario de liberación y de vida. El adviento nos invita a entrar en esta corriente de salvación ya presente en el transcurrir diario del tiempo. Sin embargo, no es tan fácil descubrir y vivir con coherencia este misterio, sobre todo cuando la humanidad corre el riesgo de habituarse a la violencia y a la crueldad, cuando pueblos enteros viven en la injusticia y en la miseria y la vida de cada uno se debate entre la banalidad de lo que un día terminará y la falsedad de placeres engañosos. La liturgia del adviento nos invita a soñar, invitándonos a creer y esperar en un horizonte de vida y plenitud. El adviento supone una meta, una esperanza para la humanidad: Cristo y su reino.

            La primera lectura (Is 2,1-5) es un bellísimo poema que canta el sueño profético de una paz universal fundada en una profunda experiencia de Dios. Isaías contempla desde lo alto de la colina del Templo, las caravanas que suben a Jerusalén durante una fiesta sagrada, provenientes de diversos puntos del país. Aquella experiencia lo impulsa a soñar y a esperar en algo que parece irrealizable. La colina del Templo se vuelve un monte altísimo, encumbrado “por encima de las colinas” (v. 2). Un monte que parece unir el cielo y la tierra. La peregrinación se convierte en una procesión universal de “todas las naciones” y “pueblos numerosos”. Se trata de gente que viene de todas partes, con la firme decisión de escalar aquella montaña, convencida de encontrar allí al Señor como maestro y guía para la paz.

            La visión del profeta parece anular la experiencia antigua de la torre de Babel, cuando unos pocos querían encumbrarse hasta el cielo en forma soberbia, despreciando al resto de la humanidad. El resultado fue la dispersión y la incomunicación. Ahora, en cambio, el profeta imagina a todos los hombres caminando hacia el monte de Dios, esperando y aceptando una única palabra: la palabra de Dios. El sueño de Isaías no conoce confines. Con aquella peregrinación, se anuncia el final de todo nacionalismo y de todo particularismo racial o religioso. Israel, a pesar de ser el depositario de las promesas y de la Palabra, camina con los otros pueblos. El movimiento es doble. Por una parte, los pueblos suben hacia la ciudad santa; por otra, experimentan la atracción de la voluntad de Dios que fascina y seduce.

            Unos a otros se animan e invitan: “Venid, subamos al monte del Señor, a la Casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos. Pues de Jerusalén saldrá la Ley y de Jerusalén la palabra del Señor” (v. 3). Aquella humanidad ideal que contempla el profeta, busca con todas sus fuerzas entrar en los caminos de Dios, es decir, vivir según sus designios de vida y de justicia. Sólo así Dios llegará a ser el juez de la historia humana, “juzgará entre las naciones y será arbitro de pueblos numerosos” (v. 4). Aceptar sus caminos y vivir según su Palabra, sin embargo, supone una exigencia, la renuncia a “algo” en favor del bien mayor de la paz universal.

            En aquella idílica escena, Isaías sueña con el momento en que los pueblos de la tierra, iluminados por la palabra divina, renunciarán a la producción y al uso de las armas, para dedicarse a la construcción de instrumentos pacíficos en favor del desarrollo humano (v. 4a). Aquella humanidad transformada renunciará al uso de la violencia y de la fuerza. Isaías lo ve realizado: “No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra”. Para él, la razón es una sola: aquella gente ha decidido “caminar a la luz del Señor” (v. 5). Isaías está convencido: sin un conocimiento y una experiencia auténtica del Dios verdadero y de su voluntad de vida para todos, la humanidad no podrá lograr nunca la armonía y la paz universales.

            La segunda lectura (Rom 13,11-14) refleja probablemente una época en la cual parecía inminente la segunda venida del Señor. Sin embargo, el “momento” (griego: kairós) del que habla Pablo (v. 11), más que cronológico, es teológico y existencial. Toda la vida cristiana está marcada por la urgencia de la radicalidad, pues con la venida histórica de Jesús Dios dio inicio a los últimos tiempos. De ahí las exhortaciones paulinas: “ya es hora de levantarnos del sueño”, “despojémonos de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz” (vv. 11-12). Pablo nos recuerda que vivimos casi en el momento de la aurora del “día del Señor”. Estamos a punto de dejar la oscuridad de la noche de la historia, con sus limitaciones y su carga de maldad, “la noche está avanzada, el día se avecina”. Tal tensión es fuente de radicalidad ética en el discípulo de Jesús, que orienta su vida entera a la luz de las grandes exigencias éticas del Reino, “revistiéndose del Señor Jesucristo” (vv. 13-14).



            El evangelio (Mt 24,37-44) es parte de la respuesta de Jesús a la pregunta de sus discípulos sobre el “cuándo” sucederán las cosas que preanuncian y preceden el final de la historia y del mundo (Mt 24,3). Jesús enseña que el momento es incierto: “De aquel día y aquella hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mt 24,36).

            En todo caso, lo importante no es saber el cuándo sino estar preparado. Mateo insiste en la necesidad de la vigilancia en la espera de la parusía del Hijo del hombre. La evocación de los días de Noé es un modo de invitar a no dejarse ofuscar por lo cotidiano, a tal punto que no se llegue ya a percibir aquella dimensión de eternidad escondida en el presente. El gran peligro para el evangelista es vivir una existencia limitada y condicionada por el hoy, sin la apertura al futuro de la parusía del Señor. Se critica a la generación de Noé no por su inmoralidad, sino por su superficialidad.

            Los dos ejemplos que vienen a continuación, los dos que están en el campo y las dos mujeres que están moliendo, ilustran el mismo tema del juicio que irrumpe improvisamente sobre la cotidianidad de la vida humana y realiza la separación entre los hombres, llevando a unos a la salvación y a otros a la ruina eterna.

            El texto se cierra con la pequeña parábola del ladrón nocturno, que ha llegado a convertirse en la imagen tradicional del Nuevo Testamento para expresar la irrupción inesperada del “día del Señor” y del juicio de Dios sobre la humanidad (1Tes 5,2; 2 Pe 3,10; Ap 3,3; 16,15). La intención de la parábola es claramente exhortativa y eclesial, a la luz de la afirmación del v. 42: “Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor”. Si la imagen del ladrón que llega de noche puede evocar un clima de miedo y de amenaza, la toma de conciencia de que quien llega es “vuestro Señor” hace que la espera sea llena de paz y de gozo. Ciertamente llega el Hijo del Hombre (v. 44: “Estad preparados, porque en el momento en que no penséis, vendrá el Hijo del hombre”). Pero aquel Hijo del Hombre es “vuestro Señor”. Para la comunidad, el momento final, por tanto, no es motivo de terror. Vive  el presente con la mirada puesta en el encuentro definitivo con Aquel que es la fuente de la salvación y de la vida.

Mons. Silvio José Báez Ortega
Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Managua
Managua, República de Nicaragua

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