LO ÚLTIMO

Solemnidad de la Ascensión del Señor - ciclo A



No, yo no dejo la tierra. No, yo no olvido a los hombres.
Aquí yo he dejado la guerra, arriba están vuestros nombres.
Partid frente a la aurora. Salvad a todo el que crea.
Vosotros marcáis mi hora, comienza vuestra tarea.
Son estrofas de uno de los himnos litúrgicos de la fiesta de la Ascensión del Señor que celebramos este domingo. Jesús se va, pero se queda. Jesús nos lleva consigo, pero nos deja aquí, para que continuemos su misión, luchando en una guerra, no contra nadie, sino contra el pecado.
Se fue elevando a la vista de ellos hasta que una nube lo ocultó a sus ojos
Afirma san Lucas que Jesús se apareció a los apóstoles, “les dio numerosas pruebas de que estaba vivo y durante cuarenta días se dejó ver por ellos y les habló del Reino de Dios”. Después, ascendió al cielo. En esto, como en otras afirmaciones bíblicas, hay que distinguir la enseñanza que transmite y ciertos modos de expresión. Por ejemplo, el número cuarenta es un número que indica un periodo de tiempo más o menos largo. La expresión “ascendió al cielo” significa que el Cuerpo resucitado de Jesús sale de esta condición temporal y terrena para entrar en el ámbito de la Trinidad y ser plenamente glorificado. Por la ascensión se cumple lo que afirma san Pablo, en la segunda lectura: que Dios “todo lo puso bajo sus pies y a él mismo –a Jesús- lo constituyó cabeza suprema de la Iglesia”.
La glorificación de Jesús, iniciada en su pasión, llega a plenitud por su ascensión. No asciende como una nave espacial a un lugar recóndito del universo, sino al seno de la Trinidad. Su condición humana resucitada es glorificada hasta el punto de ser constituido Señor. Celebrar la ascensión es celebrar el señorío de Cristo. Está a la derecha del Padre, es decir, el hombre Cristo Jesús participa plenamente del poder de Dios, de su dominio sobre el mundo y sus acontecimientos. El decurso del mundo y de la historia está en buenas manos. Por encima del devenir marcado por las libertades humanas, todo confluye a la realización del proyecto salvífico de Dios. La ascensión no es motivo de tristeza, duda o miedo sino de alegría, seguridad y confianza. En esta alegría, seguridad y confianza participamos en la medida que, por la fe, reconocemos y creemos ese señorío universal y dejamos que se realice en nuestra propia vida.
Las sociedades antiguas vivían sometidas al miedo del destino o de las veleidades de los dioses, atribuladas por los buenos o malos augurios, convencidas de que, hicieran lo que hicieran, no podían escapar de la rueda de la fatalidad. También hoy vuelven estas creencias a estar de moda. Así sucede cuando se deja de creer en el señorío de Cristo. Al contrario, en la medida que aceptamos el señorío de Cristo sobre nuestra propia vida y nos abandonamos confiadamente a su voluntad, crecemos en esperanza y en libertad y desaparecen muchos temores. No sólo vemos el sentido de toda la historia de la humanidad y del final feliz de nuestra propia vida, sino que incluso sabemos que ya estamos sentados a la derecha del Padre con Jesús.
Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo
Además, la ascensión ha hecho posible otro tipo de presencia del Señor: una presencia especial en cualquier lugar del mundo. Antes de la ascensión, la presencia del Resucitado se veía reducida al ámbito de Palestina, ahora es universal, tanto en el espacio como en el tiempo. Por eso, Jesús les había dicho a los apóstoles que les convenía que él se fuera. Aunque parezca paradójico, después de la ascensión es más fácil encontrarse con Jesucristo. No le vemos ni palpamos físicamente, pero su presencia es plenamente real y operativa, es decir, salvadora.
Esto podemos entenderlo fácilmente si pensamos en la Eucaristía. Ahora, en cualquier lugar del mundo que se celebre, en cualquier punto del planeta, se hace presente el Señor en su humanidad y divinidad, con todo su señorío y poder. No hablamos simplemente de la presencia habitual de Dios, desde la creación, en todo el universo, sino de una presencia específica del Resucitado-glorificado plenamente operativa, eficaz, salvífica. El final del evangelio de san Marcos afirma que, después de la ascensión, los discípulos se fueron por el mundo a pregonar el evangelio y que Jesús “cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban”. Jesús está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo, ejercitando su poder y señorío, manifestando su gloria a través de los pobres trabajos apostólicos de sus discípulos.
Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas
Su presencia, pues, nos alienta a ponernos a realizar la misión que nos dejó. Antes de subir al cielo, Jesús nos dejó una misión y dos promesas. Ambas relacionadas, porque sin el cumplimiento de las promesas no se puede realizar la misión. La primera promesa –estar siempre con nosotros- acabamos de comentarla. La misión es –según el evangelio de Mateo- enseñar y bautizar, es decir, predicar y administrar los sacramentos, evangelizar plenamente.
En los años inmediatamente posteriores al concilio Vaticano II, algunos planteaban el dilema entre predicar o sacramentalizar, evangelizar o celebrar, anuncio o liturgia. Decían que se había sacramentalizado pero no se había evangelizado y, por tanto, lo que ahora había que hacer era evangelizar, anunciar el mensaje. Aun reconociendo la parte de verdad que hay en esta afirmación, la conclusión no puede ser excluir una de las dos acciones, sino realizar ambas. Eso es lo que dice Jesús: evangelizar y bautizar. Primero evangelizar para administrar bien los sacramentos. Aunque también es verdad que una buena celebración es evangelizadora. Esa es la misión de toda la Iglesia. Evangelizar es algo constitutivo de nuestra condición de cristianos.
No se alejen de Jerusalén. Aguarden a que se cumpla la promesa de mi Padre
La segunda promesa es el Espíritu Santo. Sin antes haber recibido el Espíritu Santo, es imposible realizar la misión. También ambas promesas están relacionadas, porque la presencia de Jesús con nosotros hasta el fin del mundo se realiza precisamente a través de la presencia de su Espíritu. Veremos cumplida esta promesa el día de Pentecostés, acontecimiento que celebraremos el próximo domingo. Hoy Jesús nos dice que no nos alejemos de Jerusalén hasta que se cumpla su promesa.
¿Qué puede significar para nosotros no alejarnos de Jerusalén? Permanecer en la Iglesia. Permanecer no de cualquier modo, sino como lo hicieron los apóstoles, es decir, “en oración con María, la madre de Jesús”. Más concretamente: intensificar la oración, en familia, con otros grupos parroquiales, participar más y mejor en la liturgia parroquial, rezar la liturgia de las Horas, invocar al Espíritu Santo con frecuencia y con verdadero deseo de su venida. El libro de los Hechos añade que esta oración de los apóstoles y María era “unánime y concorde”: un-anime, es decir, con una sola alma y con-corde, o sea, con un solo corazón. Así debería ser nuestra oración comunitaria para disponernos a recibir el Espíritu Santo. Él es Espíritu de amor y unidad y sólo se hace presente allí donde se ha renunciado al desamor, al resentimiento y la división. Tal vez esto pueda explicarnos el porqué parece notarse tan poco la presencia del Espíritu, en nuestras comunidades cristianas, después de haber celebrado todo el tiempo pascual y Pentecostés.
La Iglesia tiene una misión ingente. La evangelización está todavía en sus comienzos. Cada bautizado tiene una gran misión por delante. Precisamente por eso necesitamos retirarnos al Cenáculo para implorar el don del Espíritu y disponernos a recibirlo. Eso es lo más urgente.
Padre Jesús Hermosilla

No hay comentarios

Imágenes del tema: 5ugarless. Con la tecnología de Blogger.