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Notas exegéticas - XXVIII del Tiempo Ordinario Ciclo C


Notas exegéticas de Mons. Silvio José
XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario Ciclo C


2 Reyes 5,14-17
2 Timoteo 2,8-13
 Lucas 17,11-19

            El horizonte de la salvación no conoce confines raciales, políticos o sociales. Las lecturas de este domingo lo ponen en evidencia. El Dios de la vida y del amor se manifiesta a todos los hombres sin distinción. Aún más, son los últimos de la tierra, los rechazados y marginados por la lógica del poder, los que entrar en el Reino. Son los leprosos, físicos y espirituales, los que se abren más generosamente a Dios y a su acción salvadora.

            La primera lectura (2 Re 5,14-17) narra la curación de Naamán, un alto jefe del ejército sirio que padecía de lepra y que alcanzó su curación “bajando” al Jordán y bañándose siete veces según la palabra del profeta Eliseo. El verbo “bajar” del v. 14 indica no sólo la acción material de sumergirse en el río, sino también el acto de humillación y de obediencia de este extranjero que se abre confiado a la acción de Dios. Después de ser curado en su piel, experimenta otra transformación más grande en su corazón, pues llega convertirse al único Dios, como él mismo lo reconoce públicamente a través de una confesión de fe exclusiva en Yahvéh: “Reconozco que no hay otro Dios en toda la tierra, fuera del Dios de Israel” (v. 15). Su vida entera queda transformada, a tal punto que volviéndose a su país desea llevar consigo un poco de tierra de Israel, para poder celebrar sobre ella en Siria ritos y sacrificios en honor de Yahvéh. Naamán llega a ser de este modo, aunque viva en tierra extranjera, modelo del verdadero creyente que profesa su fe en Yahvéh y celebra el culto auténtico (v. 17).

            La segunda lectura (2Tim 2,8-13) se abre con un fragmento significativo de un Credo proveniente de ambientes judeo-cristianos, estructurado en tres artículos de fe fundamentales: “Acuérdate de Jesús el Cristo, resucitado de entre los muertos, nacido de la descendencia de David” (v. 8). Mesianismo, origen davídico y misterio pascual, son los tres aspectos que se subrayan en esa esencial profesión de fe que está a la raíz del evangelio cristiano, “el evangelio que yo anuncio”. A continuación Pablo evoca su prisión en Roma y sus sufrimientos precisamente a causa de este evangelio, todo lo cual lo soporta “por amor a los elegidos, para que ellos también obtengan la salvación de Jesucristo y la vida eterna” (v. 10). Esta temática de la comunión con Cristo, desde el bautismo hasta la plenitud de la gloria, se desarrolla en el himno final (vv. 11b-13), a través de un llamativo paralelismo (si morimos con él, viviremos con él; si sufrimos con él, reinaremos con él; etc.) que sólo se rompe en la última frase que afirma gozosamente el amor de Cristo, el cual, aun a pesar de nuestro pecado, sigue amándonos y permanece fiel a sus promesas: “si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede contradecirse a sí mismo” (v. 13).

            El evangelio (Lc 17,11-19) narra la historia de la curación de diez leprosos de parte de Jesús, de los cuales sólo uno regresó para agradecer a Dios, un samaritano. Como en la primera lectura, también aquí se habla de un extranjero, leproso como Naamán, considerado por los judíos como herético y enemigo de Dios pero que es presentado como modelo de fe y de amor. El acento del texto, por tanto, no está colocado, como se podría pensar a primera vista, en el motivo ético del agradecimiento, sino más bien en la cualidad de la persona que agradece. El único que agradece dando gloria a Dios es un hombre que es leproso y extranjero, dos características que parecen sintetizar la esencia de la marginación y de la pobreza.

Mientras Jesús va de camino a Jerusalén le salen al encuentro diez leprosos “que se detuvieron a distancia” (v. 12). Los leprosos, en efecto, vivían excluidos de la sociedad como impuros, obligados a mantenerse alejados de las ciudades; su enfermedad era considerada como un signo claro de maldición divina a causa de algún pecado y su destino era vivir aislados de la convivencia humana. Por eso no se acercan a Jesús y desde su desesperación sólo se deciden a gritar. En lugar de exclamar: “¡Impuro, impuro!”, como lo prescribía la ley de Moisés para evitar que otros se les acercaran (Lv 13,45), gritan: “¡Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros” (v. 13). La expresión “ten piedad de nosotros” es típica de los relatos de milagro y subraya por una parte la condición dramática que vive el enfermo y por otra su confianza en que Jesús puede auxiliarlo.

Jesús no los cura inmediatamente, sino que les ordena presentarse a los sacerdotes (v. 14), según la práctica veterotestamentaria que ordenaba a un leproso curado presentarse al sacerdote para que constatara su salud, lo declarara puro y pudiera así volver a integrarse a la vida normal (Lv 13-14). Los leprosos cumplen sin tardanza la orden de Jesús, demostrando así una incondicional confianza en su palabra, capaz de realizar curaciones incluso a distancia. Y de hecho, cuando van de camino, quedaron curados.

El relato podría haber terminado con la curación. Sin embargo, inmediatamente después, se hace alusión a la reacción de uno de los diez, que “al verse sano, regresó alabando a Dios en alta voz” (v. 15), una expresión con la que se pone en evidencia su reconocimiento del poder divino que ha actuado en él y su agradecimiento. El caer a los pies de Jesús y darle gracias no es sólo expresión de reconocimiento del milagro, sino también de la identidad de Jesús como Mesías que cura a los enfermos. No es simple gratitud por un don recibido, no se trata tampoco de la gozosa sorpresa que se puede experimentar delante de un hecho milagroso. Es sobre todo un acto de fe, una celebración de la acción de Dios.

 Sólo en este momento es que llegamos a saber la identidad del leproso curado. Se trata de un samaritano, de una especie de hereje a los ojos de los israelitas, un enemigo de Israel, un individuo con el cual los hebreos no entraban en contacto para no contaminarse y trataban de evitar cualquier tipo de relación. Y es aquí donde se descubre la idea fundamental del texto: la salvación de Dios es ofrecida a todos y en particular a los menos privilegiados a los ojos humanos. Aquel leproso representa a todos los pobres, los alejados, los extranjeros, que en el futuro creerán y aceptarán la palabra del evangelio.

En el relato no se da tanta importancia a la descripción del milagro. Lo que se pone en evidencia es sobre todo la reacción de aquel hombre curado, el cual demostró haber experimentado profundamente la acción de Dios en él. Lo que lo diferencia de los otros nueve, que también fueron curados pero no regresaron donde Jesús, es que él no sólo obtuvo una curación física sino que llegó a una profunda comprensión de la acción liberadora de Dios manifestada en Jesús. Sólo el leproso samaritano volvió para entrar en relación personal con Jesús, recibiendo una palabra de parte del Maestro que lo hace consciente de que no sólo ha sido curado, sino también salvado: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado” (v. 19).

El reconocimiento de la acción de Dios a través de Jesús indica que este samaritano ha hecho una experiencia que lo ha conducido a la madurez de su adhesión de fe. Es la fe la que salva, independientemente del hecho de pertenecer o no a una institución religiosa. Este samaritano es símbolo, no sólo del hombre salvado por Cristo, sino que también es modelo del perfecto creyente que eleva su alabanza gozosa y agradecida a Dios por medio de Cristo Jesús.

Mons. Silvio José Báez Ortega
Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Managua
Managua, República de Nicaragua


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