La Epifanía es la gran fiesta del universalismo de la salvación
Dios ha llamado a todos los pueblos a participar de la novedad mesiánica del Cristo. Los textos bíblicos de hoy representan una reflexión madura sobre el misterio que celebramos. Isaías presenta a Jerusalén, la ciudad santa y centro religioso del pueblo de la antigua alianza, llena de luz y visitada por gentes de toda la tierra que van en busca de Dios (primera lectura). Pablo, con un lenguaje refinado y preciso, expone el contenido teológico de la fiesta: “todos los pueblos comparten la misma herencia... y participan de la misma promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio” (segunda lectura). La narración evangélica de la visita de los magos, lejos de ser una sentimental fábula infantil, representa la teología de la iglesia primitiva que presenta a Jesús como el Mesías anunciado en las antiguas profecías, rechazado por Israel y revelado a los pueblos paganos que le rinden culto (evangelio). Toda la celebración de hoy es un canto de luz y de gozo al amor de Dios que ama a todos los hombres y a todos ofrece la salvación en Jesús el Mesías.
La primera lectura (Is 60,1-6) presenta a Jerusalén, símbolo de la presencia de Dios, revestida de luz. El texto describe un amanecer, una aurora luminosa sobre la ciudad santa. Dios mismo la ilumina: “La gloria del Señor amanece sobre ti” (v. 1). Aunque “la tierra está cubierta de tinieblas y los pueblos de oscuridad”, sobre Jerusalén “amanece el Señor y se manifiesta su gloria” (v. 2). El Señor trae la luz de su gloria sobre ella para despejar, desde ella, las tinieblas del mundo (v. 2). Hacia ella convergen, como un río inmenso, gentes de toda la tierra. La ciudad santa es como un polo de atracción hacia el cual se encaminan todos los pueblos en peregrinación:
“A tu luz caminarán los pueblos, y los reyes al resplandor de tu aurora... todos se reúnen y vienen a ti, tus hijos llegan de lejos, a tus hijas las traen en brazos” (Is 60,3-4). A Jerusalén traen sus tesoros como signo de adoración y vasallaje: “Derramarán sobre ti las riquezas del mar, y te traerán los tesoros de las naciones” (Is 60,5). La intuición del profeta es novedosa y de un valor teológico fundamental en la revelación bíblica: el Dios de Israel es el Dios de todos los pueblos. El Dios que se ha revelado al pueblo de la antigua alianza ilumina con su salvación a toda la tierra. Ciertamente el texto subraya el valor de la ciudad, revelando un cierto nacionalismo israelita: la ciudad, antes humillada, ahora es objeto de gloria y de reconocimiento internacional. Pero lo más importante en el poema es el horizonte universal de los destellos luminosos de Jerusalén y la peregrinación de pueblos enteros hacia ella. Hijos de la ciudad dispersos, es decir, hebreos de la diáspora, y pueblos extranjeros, se ponen en camino para contemplar, celebrar y vivir el gozo de esa luz que parece no conocer el ocaso. La luz que brota de la ciudad es la vida y la salvación de Dios, que no tienen límites ni término, ni en el espacio ni en la historia, sino que alcanzan a todos los hombres sin distinción.
La segunda lectura (Ef 3,2-3.5-6) expone aquello que Pablo llama “el misterio”, es decir, el plan salvador de Dios manifestado ahora en la predicación del evangelio a todos los pueblos. El mesías esperado no ha sido destinado sólo a Israel, sino que ha sido enviado para todos los pueblos de la tierra. Para Pablo este es el gran “misterio”, “un plan que no fue dado a conocer a los hombres de otras generaciones y que ahora ha sido revelado por medio del Espíritu a sus santos apóstoles y profetas” (Ef 3, 5). En el centro de este plan divino está Jesús, el Mesías. Los apóstoles y profetas de la Iglesia proclaman sin cesar esta buena noticia para todos los hombres: en virtud del evangelio todos comparten la misma herencia, todos son llamados a configurar el mismo cuerpo de Cristo que es la Iglesia universal, y todos participan de la misma promesa hecha por Dios a los antiguos patriarcas.
El evangelio (Mt 2,1-12) es una magnífica página teológica, de sabor oriental y llena de ricos símbolos. En primer lugar Mateo quiere ofrecer una comprensión espiritual y teológica del nacimiento de Jesús a partir del lugar en donde ocurrió: “Belén, un pueblo de Judea” (v. 1). El texto del profeta Miqueas citado en el v. 6, en el centro de todo el relato, ofrece la clave cristológica: Belén es la ciudad en la que, según los profetas, tenía que nacer el mesías. Jesús, por tanto, es presentado en su dignidad mesiánica, descendiente del rey David, originario de Belén. Sin embargo, la narración está estructurada en base a la doble reacción delante de la revelación de la mesianidad de Jesús: la búsqueda perseverante y valiente de los magos, llegados de Oriente, y la sospecha hostil del rey Herodes y de toda la ciudad de Jerusalén (v. 3). El destino del nuevo mesías davídico se presenta paradójico desde el inicio, a través de las actitudes opuestas de ambos grupos: los magos, con la revelación de la estrella, llegan al lugar del nacimiento del mesías después de haber consultado la Escritura; Herodes y los jefes de Jerusalén, a pesar del testimonio de la Escritura, no llegan a reconocer la realidad mesiánica de Jesús. La alarma de los judíos, la reunión de una asamblea de expertos en la Escritura, la inquisición a la que son sometidos los magos, hace pensar al proceso al que será sometido Jesús en Jerusalén antes de ser crucificado, cuando será definitivamente rechazado y condenado por las autoridades de Israel (Mt 26,63) y por las autoridades civiles como “rey de los judíos” (Mt 27,37). Mateo ha proyectado sobre el recién nacido mesías de Belén el drama que sufrirá el mesías perseguido al final de su vida. El texto representa una pequeña parábola del movimiento paradójico que marcará la historia de Jesús de Nazaret, rechazado por los cercanos y aceptado por los lejanos (Mt 8,10-11: “Les aseguro que no he encontrado en Israel una fe tan grande”; Mt 21,42-43: “la piedra que rechazaron los constructores se ha convertido en piedra fundamental... a ustedes se les quitará el reino de Dios y se le entregará a un pueblo que dé a su tiempo los frutos”). Al mismo tiempo refleja la experiencia de la iglesia de Mateo, abierta a la misión hacia los paganos (Mt 28,19: “Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos...”).
El relato está construido con ricos elementos simbólicos de la Biblia y del ambiente judeo-helenístico que acompañaban las narraciones de nacimiento de grandes personajes: el surgimiento de una estrella o luz reveladora, la reacción hostil de ciertos ambientes, la liberación del personaje, etc. Los “magos” (griego: magoi) en el relato son personajes de pueblos lejanos, dedicados al estudio de la astrología. Mateo probablemente piensa en el profeta Balaam del libro de los Números, personaje extranjero llamado del oriente por el rey Balaq para maldecir a Israel en el desierto, el cual, en lugar de maldición pronuncia una bendición sobre el pueblo de Dios, anunciando el surgimiento de una estrella: “Lo veo, aunque no para ahora, lo diviso, pero no de cerca: de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel” (Num 24,17). Este símbolo mesiánico del Antiguo Testamento puede explicar la expresión de los magos en el evangelio de Mateo: “Hemos visto su estrella en el oriente y venimos a adorarlo” (Mt 2,2). Junto a esta imagen mesiánica hay otros dos textos del Antiguo Testamento que sirven de trasfondo al relato evangélico: el rey ideal del futuro que recibe regalos de los reyes de tierras lejanas (Sal 72,10.15); y la ciudad de Jerusalén, invadida de camellos y dromediarios, cargados de oro y de incienso, para dar gloria al Señor (Is 60,6). Los dones que los magos llegados de Oriente ofrecen al niño, nacido en la ciudad mesiánica de Belén, son propios del “hijo de David”. En este homenaje se expresa, de acuerdo a las antiguas profecías, el reconocimiento mesiánico de los pueblos llegados de lejos. Los magos, encarnación de los pueblos no judíos y del mundo de la cultura y de la sabiduría que busca con corazón sincero, experimentan “una inmensa alegría” (Mt 2, 10). Es el gozo mesiánico que se difunde entre los paganos que entran a formar parte de la Iglesia de Cristo.
La página bíblica que proclamamos hoy es un mensaje de apertura, de esperanza, de amor apasionado por los valores presentes en todas las culturas y religiones de la humanidad. Es una invitación al diálogo y al testimonio, a la inserción en el mundo y al compromiso por el ecumenismo. Es un poema al universalismo y a la fraternidad entre los pueblos y culturas, no sólo por motivos filantrópicos, sino porque Dios ama a todos los hombres, se ha revelado a todos y redime a todos en la sangre de su Hijo. Es también una invitación a descubrir “los signos” de Dios en la vida, indispensables para alimentar la fe y experimentar el gozo y la luz de quien ha descubierto la verdad y la salvación en Cristo.
Mons. Silvio José Báez Ortega
Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Managua
Managua, República de Nicaragua
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